Después de escrutarme,
la montañesa aseguró que los de la ciudad no sabíamos diferenciarlas.
“Ustedes no
tienen juicio”, me espetó, mientras yo miraba las extremidades traseras en
busca de algún detalle, por pequeño que fuera, que me permitiera salir
victorioso. Creo que, para entonces, había contado dos veces mil y había
llegado de nuevo a doscientas cincuenta y nueve. Estaba en la tarea cuando
apareció la anciana para, según sus palabras, ayudarme con el ganado. Pero no
tardó en desesperarse ante mi falta de pericia y pronto empezó a lamentarse de
mis métodos.
“Es como si todo
en usted fuese pequeño, como si nunca hubiera hecho algo verdaderamente
importante”. La ignoré y seguí contando. La número dos mil doscientas sesenta
fue la Infanta Margarita y la siguiente, Maribárbola. Le di la razón y, sin
disimular más mis orígenes, me di por vencido, decidido a la vigilia más
absoluta hasta aprender a diferenciar como cualquier montañés de a pie las
churras de las meninas.
Antero
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