-¿Es que los vieron pasar? Sí señora, andan de
cachucha, son como 18 y portan fusiles pesados. El aviso se regó en la pequeña
comunidad y fue alarmando de casa en casa, cosa
que a mediodía ya dejó de ser noticia convirtiéndose en tragedia. A esa
hora habían copado la única entrada al pueblo y ya se paseaban por las
calles lista en mano preguntando por
algunos nombres. Mientras rondaban de un lado a otro, las mujeres empezaron a
recoger a sus chiquillos esperando lo peor. Algunas se quedaban en el portal de
su choza viéndolos pasar tratando de identificar alguna cara conocida. Sería
por eso que se encajaban la gorra beisbolera cubriendo toda la frente. Cuando
preguntaban por un nombre, miraban de lado o hacia el piso. Ninguno sostenía la
mirada como para evitar más tarde el retrato hablado. Las más veteranas, ya
curtidas en este tipo de amedrentamiento, les soltaban cualquier nombre,
cualquier apellido. Ahí indefensas, sabían que si le daban largas al asunto,
podría ocurrir un milagro, la llegada de la policía o el mismo ejército que
hubieran sido alertados. De todas formas, sabían que los milagros no existen y
la suerte estaba echada. El desenlace de todas formas acabaría mal.
¡Oiga mi comandante, en el billar tenemos a 3! Era
una palapa habilitada con una mesa de billar, lugar de reunión donde los
hombres se reunían para matar el tiempo bebiendo aguardiente. Quiénes serían
esos tres?, se preguntaron con sus miradas. Algunas estaban más que seguras que
no era su marido, si ella tempranito le había preparado su arepa y agua de
panela, lo había visto agarrar su machete y tomar camino al monte donde a
mediodía todos se concentraban en el fondo de una barranca para almorzar y
echar una leve siesta. No, no eran sus maridos los que habían cogido en el
billar.
El viejo Elías,
dueño del billar, sería uno de los tres pero era inofensivo. A sus casi 70 años
y en situación de extremo peligro, se echaba diez años más encorvando la
espalda y haciéndose el tartamudo con una leve parálisis de rodilla. No, a él
no lo tocarían. Quedaba la duda de los otros dos. Por más que intentaban saber quiénes
eran los otros, crecía la angustia al no poder acercarse al billar que se encontraba
al fondo de todo el chocerío, como a cuatro cuadras de las viviendas. Una de
las mujeres entra a la choza y sale con un trapo azul. Todas se fijaron y
respiraron aliviadas: no era ninguno de sus maridos. En la mañana habían pasado
dos señores que vendían retazos de tela y una de ellas había comprado un metro
de color azul así que era de suponer que
eran los vendedores.
Toda la
patrulla de bandidos, al percatarse que sólo habían mujeres y niños indefensos,
se fueron concentrando alrededor del billar para interrogar a los dos más
jóvenes, vendedores itinerantes de pueblo en pueblo que
tuvieron la mala suerte de caer en una redada de bandidos armados. Lo último
que vieron las mujeres allá al fondo del
pueblo, fue alejarse al contingente con dos tipos cargados de trapos al hombro.
Ni modo, la suerte del pobre.
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