El director de la prisión se llama V. Es un hombre elegante,
de camisa con iniciales bordadas, culto y afable. Se pasea solo por todo el
recinto, y coincidimos a menudo en el patio y en la biblioteca. Siempre se
interesa por lo que leo y hace como que no me ve si me sorprende escribiendo.
Una mañana, mientras camino dejando que el sol me entibie la
cara, se me acerca y me pregunta si puede hacer algo por mí. Le sonrío y le
digo que no, a menos que pueda proporcionarme una lima dentro de un bocadillo.
Se ríe. Aprovecho para curiosear. Me dice que se pasea sin miedo a los presos
porque antes de trabajar aquí ha conocido la política y la cultura y no puede
haber en el penal personas más peligrosas que con las que ha tenido que bregar
fuera.
Me hace alguna recomendación para leer y me invita a pasar
por su despacho siempre que quiera. Sólo tengo que avisarle a él o a B., su
secretaria. Se lo agradezco.
Permanece un rato callado, con la mirada perdida entre el
puerto y el mar. Suspira. Me dice que en el mundo real ha pasado por infinitas
cárceles no como alcaide, sino como preso. Por cárceles de amor y de desamor,
de amistad y de traición, de sueños rotos y de despedidas dolorosas.
Pero enseguida se rehace, se enciende un cigarrillo,
recordando siempre que empezó a fumar en legítima defensa, y me palmea la
espalda. Se despide con un “Nunca olvides que más cornadas da el hambre” y se
aleja. Pero no tarda en abordar a otro convicto. Él es así. Se regala a sí
mismo a cada momento. La mejor forma de regalarnos a los demás lo mejor de sí.
Qué bonito, qué entrañable tu personaje. Bueno, los dos, el narrador y el vigilante.Humanidad y sensibilidad elevadas al máximo. He disfrutado y sufrido.
ResponderEliminarAbrazo grande.
Susana.
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