martes, 24 de septiembre de 2013

Procesión

De obsidiana traen las pisadas, múltiples, turbias, y adornadas; batiendo el fango con la especial precisión de sus huellas, cargando en los hombros la yunta de cuatro costados de la piedra. Los sirvientes van ricamente ataviados, las armas cruzadas frente al pecho, el puñal de pedernal en la cintura. Atados con riendas de líquenes, que es de su menester cargar; y que en la caravana secunda a la sombra del gobernante caído.
La procesión marcha silenciosa, los sonidos del entorno pactan una tregua de silencio con la niebla, y hacen de aquella procesión una vistosa marcha a la soledad. Arriba hay lentos girones de lluvia, dedos húmedos que acarician la saturada vegetación en la que las gentes hienden su vereda matutina. Los guardias siempre en alerta, por si hay un súbito disparo en el accidentado el terreno. Y siempre en todos, el sudor y la humedad disueltos sobre el cuerpo oscuro y rollizo, salvo la sacra momia de su tiránico rey. A este último, lo llevan envuelto en un petate, sostenido no por yuntas sino por hombros de vástagos cabizbajos que se adentran junto con él en las cuencas selváticas de su otrora confín.
El mar ruge a lo lejos cuando llegan a la cúspide, el rocío salado les impreca a su rito. Un conjuro, un pasarse un ungüento, un excavar en la tierra de montaña cavidades para el rey y sus hijos; por ultimo una tea en llamas. Se acomodan sin decir palabra, bastándose con los ojos para suspirar, hasta que al fin el fuego, la lumbre esmerada en alcanzar sus corazones por el camino untado en la piel, previniendo que sigan palpitando. Les sigue parte de la comitiva; lentamente sacan las agujas talladas y las sumergen en aquella tinta negra y barrosa de una fruta fatal y la injertan en el corazón, el virtuoso veneno apenas les da unos segundos de respirar y partir. A estos los entierran, se les hace una sola fosa donde son arrojados con sus armas. Luego llevan la losa donde retozaba el rey y entre los cuatro sirvientes la colocan sobre la tumba del soberano. Hay una cierta piedad en sus ojos cuando la mole se hunde sobre la suerte del hombre despojado.
Al fin, no hay nada más que decir en el silencio, y quienes quedan desaparecen, se esfuman en la floresta, mueren desbarrancándose, se ahogan en algún cauce turbulento, o son estrellados contra los arrecifes. Pero en algunos hay cobardía o amor propio, y la legítima zozobra no les viene a tiempo. Son estos fantasmas los que sobreviven y le prenden fuego al bosque; las maderas crujen incitadas, y las masas de los montes son abrazadas por un tosco humo, ofuscando las incisiones del sol en los valles.
Tras el adagio y la conflagración, lentamente, uno a uno, van apareciendo en los pueblos, en las estancias y en las haciendas de encomenderos y demás esbirros. Ocupándose del maltrato, sea sobre sus cuerpos o, como capataces, sobre los ajenos. Pero ya nadie los recuerda, o si lo hace no dice palabra. Nadie se burla de los no muertos.
Y así, se esfuma un pueblo entero, sus gentes regadas como gotas de sangre en el rocío de la mañana de cielo terso.


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