De obsidiana traen las
pisadas, múltiples, turbias, y adornadas; batiendo el fango con la especial
precisión de sus huellas, cargando en los hombros la yunta de cuatro costados
de la piedra. Los sirvientes van ricamente ataviados, las armas cruzadas frente
al pecho, el puñal de pedernal en la cintura. Atados con riendas de líquenes,
que es de su menester cargar; y que en la caravana secunda a la sombra del
gobernante caído.
La procesión marcha
silenciosa, los sonidos del entorno pactan una tregua de silencio con la
niebla, y hacen de aquella procesión una vistosa marcha a la soledad. Arriba
hay lentos girones de lluvia, dedos húmedos que acarician la saturada
vegetación en la que las gentes hienden su vereda matutina. Los guardias
siempre en alerta, por si hay un súbito disparo en el accidentado el terreno. Y
siempre en todos, el sudor y la humedad disueltos sobre el cuerpo oscuro y
rollizo, salvo la sacra momia de su tiránico rey. A este último, lo llevan
envuelto en un petate, sostenido no por yuntas sino por hombros de vástagos
cabizbajos que se adentran junto con él en las cuencas selváticas de su otrora
confín.
El mar ruge a lo lejos
cuando llegan a la cúspide, el rocío salado les impreca a su rito. Un conjuro,
un pasarse un ungüento, un excavar en la tierra de montaña cavidades para el
rey y sus hijos; por ultimo una tea en llamas. Se acomodan sin decir palabra,
bastándose con los ojos para suspirar, hasta que al fin el fuego, la lumbre
esmerada en alcanzar sus corazones por el camino untado en la piel, previniendo
que sigan palpitando. Les sigue parte de la comitiva; lentamente sacan las
agujas talladas y las sumergen en aquella tinta negra y barrosa de una fruta
fatal y la injertan en el corazón, el virtuoso veneno apenas les da unos segundos
de respirar y partir. A estos los entierran, se les hace una sola fosa donde
son arrojados con sus armas. Luego llevan la losa donde retozaba el rey y entre
los cuatro sirvientes la colocan sobre la tumba del soberano. Hay una cierta
piedad en sus ojos cuando la mole se hunde sobre la suerte del hombre
despojado.
Al fin, no hay nada más
que decir en el silencio, y quienes quedan desaparecen, se esfuman en la
floresta, mueren desbarrancándose, se ahogan en algún cauce turbulento, o son
estrellados contra los arrecifes. Pero en algunos hay cobardía o amor propio, y
la legítima zozobra no les viene a tiempo. Son estos fantasmas los que
sobreviven y le prenden fuego al bosque; las maderas crujen incitadas, y las
masas de los montes son abrazadas por un tosco humo, ofuscando las incisiones
del sol en los valles.
Tras el adagio y la
conflagración, lentamente, uno a uno, van apareciendo en los pueblos, en las
estancias y en las haciendas de encomenderos y demás esbirros. Ocupándose del
maltrato, sea sobre sus cuerpos o, como capataces, sobre los ajenos. Pero ya
nadie los recuerda, o si lo hace no dice palabra. Nadie se burla de los no
muertos.
Y así, se esfuma un
pueblo entero, sus gentes regadas como gotas de sangre en el rocío de la mañana
de cielo terso.
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