Mientras sus zapatillas pisaban aquel
terreno agreste, no podía evitar que su mente lo transportase hasta épocas
pretéritas, cuando el hombre apenas había comenzado a serlo. Una época en la
cual aquellos cazadores habrían corrido por las mismas sendas que ahora
hollaban sus pies, con la salvedad de hacerlo luchando por su propia
subsistencia.
Con cada nuevo recodo del camino, era más
consciente de que estaba recorriendo un lugar donde la historia había quedado
escrita como en ningún otro paraje, dejando tras de sí los vestigios que ahora
permitían conocer de sus costumbres, y el modo en que habían de hacer frente al
difícil mundo en el que les había tocado vivir, tan sólo para perdurar.
Cada vez que un corredor lo superaba,
imaginaba qué le habría ocurrido en caso de tratarse de un animal salvaje que
marchaba tras él, y no de otro atleta que compartía su amor por tan esforzado
deporte. Se ponía en la piel de quienes aún debían batirse a muerte contra las
fuerzas de la naturaleza con el único objeto de ver nacer un día más, y se
sentía afortunado.
Tras cruzar la línea de meta, ni tan
siquiera detuvo su cronómetro para comprobar su marca, como hacían el resto de
participantes. No, él echó hacia atrás su cabeza, dejando que el sol acariciase
su rostro con sus cálidos rayos, y por un instante se sintió parte del entorno.
Aquel retorno a la naturaleza le hizo comprender que pese a los muchos avances
experimentados por la humanidad, el hombre seguía siendo poco más que una
anécdota en la historia de nuestro planeta.
Juan José Tapia Urbano
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