Dámaso calienta el motor de su simca y abusa de los acelerones delante de la puerta
del instituto. Es cutre su estética y su vestuario, pero hay niñas tontas por
doquiera y él se arroga el atractivo inexplicable de lo extemporáneo,
de lo incorregible y de lo absurdo. Dámaso es demasiado mayor para estas cosas,
pero cree que las niñas tontas
suspiran por él.
Trabaja en el taller de su padre y por eso
truca los motores y los escapes de los simcas y les consigue algunos caballos más
de los que traen de fábrica para exhibirse los sábados en las puertas de la
discoteca y los días laborables en el instituto, delante de las niñas tontas.
Todos sus amigos maduraron y tienen
hipotecas, suegras que vienen los fines de semana o viven con ellos todo el año, niños mocosos que llevar al
parque, fútbol en el bar de la peña los
domingos, trabajos sin futuro y coches
familiares, con capós espaciosos donde acurrucar el equipaje, que no
suenan como el simca, aunque han perdido el
afán aventurero y ya es como si nada extraordinario les pudiera pasar en sus
monótonas vidas, al contrario que Dámaso.
La tapicería del simca es como de piel de
vaca, sintética cien por cien, de pura vaca sintética, tanto que la
electricidad muerta campa a sus anchas por
ella como en un salón de electroimanes y eriza los vellos nada más sentarse.
Dámaso todavía se pide un lubumba en la
barra y los camareros, quince años
más jóvenes que Dámaso, se miran
entre ellos: ¿alguien sabe lo que es un lubumba?. Se acerca a las niñas tontas y les pregunta, haciéndose el interesante, si estudian o trabajan, y luego las acongoja con piropos que no se
sabe si alguna vez funcionaron.
Alguna niña tonta, de vez en cuando
todavía, suele darle conversación, más que nada por que la invite a unos
chupitos de tequila. Mientras, Dámaso flirtea y desempolva su repertorio de frases hechas, aunque nunca consigue llevárselas al simca
y erizarles la piel con la tapicería de vaca. Ellas beben gratis hasta que no pueden disimular más su
aburrimiento, o su borrachera, y entonces se buscan algún chaval de su edad y se morrean delante de él para herirle. Entonces Dámaso apura su lubumba de un trago, sin respirar, y la sensación de sentirse traicionado y el ridículo posterior le hacen buscar su simca y lanzarse a tumba abierta por una carretera peligrosa, espoleado por la humillación y por el brandy, en dirección a la sierra. Pero él
vive en un bucle temporal y lo olvida todo. Al día siguiente resurge de sus cenizas, cual ave fénix, y vuelve
a calentar el motor de su simca y a
abusar de los acelerones delante de la puerta del instituto esperando como recompensa el suspiro de las niñas
tontas.
Esteban Torres Sagra
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