Era un día gris
de invierno, mi corazón se encontraba inmerso en una angustia y soledad, que
jamás había experimentado; rememoraba
las cosas malas que hice en el pasado, pensando en ese entonces que eran buenas.
Y es que en mi juventud me dediqué a crear riquezas y a construir la casa más
hermosa de aquel valle; ahora a mis cincuenta años, tenía dinero y la casa de
mis sueños… pero, no era feliz.
Esa tarde enterré
al último de mis hijos; tuve siete y en los anteriores siete años enterré a uno
por año, incluyendo a mi amada esposa.
¿Qué hacer ahora
con tanto dinero, con la enorme casa y con el enorme vacio en mi corazón?
Dentro de la
casa, una soga amarrada de una viga me incita a seguir a mi familia en el viaje eterno. ¡No puedo aun tengo algo
que hacer! ; Fui a mi habitación, tomé las maletas de dinero, las apiñé en la
sala justo debajo de la soga y les
prendí fuego; los billetes ardían, como ardía mi corazón de la rabia contenida
por mis malas decisiones de juventud. La casa chirriaba, crujía, aullaba, me
pedía clemencia, me pedía auxilio; la vi arder, la vi caer, la vi hacerse
cenizas y junto a ella todos mis estúpidos sueños. Ardió toda la noche ante la
vista de mis vecinos que me creyeron loco.
En la madrugada
tomé una pala y me puse a escarbar en el centro de la casa, entre carbón y
ceniza; me queme las manos, me tosté la
cara; cavé y cavé, hasta que encontré un ladrillo envuelto en un pañuelo, que
contenía unas letras, el cual hacia treinta años había enterrado.
Sucio como
estaba y con ladrillo en mano empecé a caminar calle abajo. Llegué a un
pórtico, sobre el cual un rotulo negro mecido al viento daba la bienvenida.
Toqué la puerta,
la puerta se entreabrió y una silueta oscura me observó desde adentro. Tardó
unos segundos antes de que la puerta se abriera de par en par, y diera paso a una anciana cazcorva, de piel
fruncida por el tiempo y cabello nublado. La anciana me observó de píes a
cabeza y treinta años después y con el hollín que llevaba encima me conoció.
— ¡Por fin
vienes! — Exclamó – treinta años he esperado tu regreso — y
abriendo la puerta me cedió el paso.
— Hasta aquí
llego — le contesté.
— Está bien — me
dijo — entonces lo que ha de suceder, que suceda.
En ese instante
apreté el ladrillo con todas mis fuerzas y la golpeé en la cabeza; la anciana cayó
al instante al suelo, mientras la sangre empezó a manar dibujando en el suelo
siluetas de fantasma y demonios.
Aunque la
anciana todavía gemía supe que no se levantaría; tiré el ladrillo al suelo y
dando media vuelta me retiré, y no logré escuchar lo que la anciana murmuró
antes de morir.
— Todo sueño
tiene su pesadilla.
Y aun hoy en día
el rotulo negro, permanece impérenme como burlándose de lo que un día siendo joven
llegué a pedir donde la bruja del pueblo.
Héctor Dennis López Fuentes
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