viernes, 8 de noviembre de 2013

Los sueños

Era un día gris de invierno, mi corazón se encontraba inmerso en una angustia y soledad, que jamás había experimentado;  rememoraba las cosas malas que hice en el pasado, pensando en ese entonces que eran buenas. Y es que en mi juventud me dediqué a crear riquezas y a construir la casa más hermosa de aquel valle; ahora a mis cincuenta años, tenía dinero y la casa de mis sueños… pero, no era feliz.
Esa tarde enterré al último de mis hijos; tuve siete y en los anteriores siete años enterré a uno por año, incluyendo a mi amada esposa.
¿Qué hacer ahora con tanto dinero, con la enorme casa y con el enorme vacio en mi corazón?
Dentro de la casa, una soga amarrada de una viga me incita a seguir a mi familia  en el viaje eterno. ¡No puedo aun tengo algo que hacer! ; Fui a mi habitación, tomé las maletas de dinero, las apiñé en la sala justo debajo de la soga  y les prendí fuego; los billetes ardían, como ardía mi corazón de la rabia contenida por mis malas decisiones de juventud. La casa chirriaba, crujía, aullaba, me pedía clemencia, me pedía auxilio; la vi arder, la vi caer, la vi hacerse cenizas y junto a ella todos mis estúpidos sueños. Ardió toda la noche ante la vista de mis vecinos que me creyeron loco.
En la madrugada tomé una pala y me puse a escarbar en el centro de la casa, entre carbón y ceniza; me queme las manos,  me tosté la cara; cavé y cavé, hasta que encontré un ladrillo envuelto en un pañuelo, que contenía unas letras, el cual hacia treinta años había enterrado.
Sucio como estaba y con ladrillo en mano empecé a caminar calle abajo. Llegué a un pórtico, sobre el cual un rotulo negro mecido al viento daba la bienvenida.
Toqué la puerta, la puerta se entreabrió y una silueta oscura me observó desde adentro. Tardó unos segundos antes de que la puerta se abriera de par en par, y  diera paso a una anciana cazcorva, de piel fruncida por el tiempo y cabello nublado. La anciana me observó de píes a cabeza y treinta años después y con el hollín que llevaba encima me conoció.
— ¡Por fin vienes! — Exclamó  –  treinta años he esperado tu regreso — y abriendo la puerta me cedió el paso.
— Hasta aquí llego — le contesté.
— Está bien — me dijo — entonces lo que ha de suceder, que suceda.
En ese instante apreté el ladrillo con todas mis fuerzas y la golpeé en la cabeza; la anciana cayó al instante al suelo, mientras la sangre empezó a manar dibujando en el suelo siluetas de fantasma y demonios.
Aunque la anciana todavía gemía supe que no se levantaría; tiré el ladrillo al suelo y dando media vuelta me retiré, y no logré escuchar lo que la anciana murmuró antes de morir.
— Todo sueño tiene su pesadilla.
Y aun hoy en día el rotulo negro, permanece impérenme como burlándose de lo que un día siendo joven llegué a pedir donde la bruja del pueblo.


Héctor Dennis López Fuentes

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