martes, 10 de diciembre de 2013

Itatay

A mí me parece que el niño huele a cebollas, como su madre. Es el olor de la cocina, de sus manos morenas picando verduras. Ese olor lleva tantos años pegado a ella que se le ha metido en el cuerpo. Su nombre verdadero es Itatay, pero mi mujer prefiere llamarle Rosa. Le llamamos así desde que llegó a trabajar a nuestra casa, cuando era casi una niña. Yo le llamaba Rosita, la pobrecilla no era capaz de mirarme a los ojos pero me resultaba graciosa,  con su nariz chata y sus ojillos huidizos, tan callada como una sombra, con su olor  a cebollas. El día que nos dijo que estaba embarazada no nos tomó por sorpresa. Celina ya me lo había dicho, que la veía rara. Yo no me lo creía, qué cosas dices mujer, si es casi una niña. Pero mirándola bien, mi mujer tenía razón, comenzaba a usar la blusa por fuera y el delantal sin ajustar. Un día mi esposa se lo preguntó: «Rosa, no estarás embarazada, ¿verdad?». Solo le respondió mirándola con sus ojos rasgados, pero no dijo nada. Yo no pensé que fuera un problema, pero Celina me hizo pensar en ello. Lo primero que se le ocurrió fue despedirla,  pero, ¿de qué va a vivir la pobre muchacha? No era nuestro problema, pero tampoco podíamos dejarla sola. Celina sugirió adoptarlo. «¿A estas alturas?» —le pregunté. No tenemos veinte años, alguna vez pensamos en tener hijos pero no pudo ser y ahora estamos bien así. Creí que nuestro tiempo de ser padres había pasado.
Rosa no lo pudo ocultar mucho tiempo más. La tarde en que finalmente nos lo dijo Celina y yo estábamos en el comedor.  Rosa entró de pronto, su olor a cebollas entró con ella. Se había quitado el delantal y venía con la cara y las manos lavadas, pero el olor lo tiene incrustado en la piel. Estaba nerviosa, le temblaba la barbilla y cruzaba las manos sobre su abdomen. Celina se le acercó. Lo tenía decidido y no me quedó más remedio que seguirla, como siempre.
— No te preocupes, muchacha —le dijo con dulzura—, sabemos que no puedes con esto tú sola.
Rosa levantó la mirada y Celina le pasó las manos por la cabeza, comprensiva, casi cariñosa.
— Nosotros cuidaremos a tu niño como si fuera nuestro.
Rosita comenzó a llorar, reprimiendo sollozos tan fuertes que le agitaban el cuerpo.
Rosa pocas veces dice más que «sí, señora» o «no, señor», pero esta vez preguntó con su vocecita:
— Y yo, ¿me puedo quedar también?
Celina se retiró un poco.
— No, Rosa, tú no te puedes quedar. Quédate con tu gente. Estamos quitándote ese problema.
Ella miró el suelo, las lágrimas escurrían por sus mejillas pequeñas y le caían en el vientre abultado.
Celina la llevó de regreso a su pueblo. A Rosa no la volví a ver hasta que nos avisaron que podíamos ir a recoger al niño. Es moreno y pequeñito, como ella. Su pielecita oscura contrasta con las manos blancas de mi esposa cuando le acuna. Yo estoy contento,  pero a veces recuerdo a Itatay y no sé por qué, siento ganas de llorar.
Celina se ve preciosa como madre, pero a mí me parece que el niño huele a cebollas.


Silvia Flores

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