A mí me
parece que el niño huele a cebollas, como su madre. Es el olor de la cocina, de
sus manos morenas picando verduras. Ese olor lleva tantos años pegado a ella
que se le ha metido en el cuerpo. Su nombre verdadero es Itatay, pero mi mujer prefiere
llamarle Rosa. Le llamamos así desde que llegó a trabajar a nuestra casa,
cuando era casi una niña. Yo le llamaba Rosita, la pobrecilla no era capaz de
mirarme a los ojos pero me resultaba graciosa,
con su nariz chata y sus ojillos huidizos, tan callada como una sombra,
con su olor a cebollas. El día que nos
dijo que estaba embarazada no nos tomó por sorpresa. Celina ya me lo había
dicho, que la veía rara. Yo no me lo creía, qué cosas dices mujer, si es casi
una niña. Pero mirándola bien, mi mujer tenía razón, comenzaba a usar la blusa
por fuera y el delantal sin ajustar. Un día mi esposa se lo preguntó: «Rosa, no
estarás embarazada, ¿verdad?». Solo le respondió mirándola con sus ojos
rasgados, pero no dijo nada. Yo no pensé que fuera un problema, pero Celina me
hizo pensar en ello. Lo primero que se le ocurrió fue despedirla, pero, ¿de qué va a vivir la pobre muchacha?
No era nuestro problema, pero tampoco podíamos dejarla sola. Celina sugirió
adoptarlo. «¿A estas alturas?» —le pregunté. No tenemos veinte años, alguna vez
pensamos en tener hijos pero no pudo ser y ahora estamos bien así. Creí que
nuestro tiempo de ser padres había pasado.
Rosa no lo
pudo ocultar mucho tiempo más. La tarde en que finalmente nos lo dijo Celina y
yo estábamos en el comedor. Rosa entró
de pronto, su olor a cebollas entró con ella. Se había quitado el delantal y
venía con la cara y las manos lavadas, pero el olor lo tiene incrustado en la
piel. Estaba nerviosa, le temblaba la barbilla y cruzaba las manos sobre su
abdomen. Celina se le acercó. Lo tenía decidido y no me quedó más remedio que
seguirla, como siempre.
— No te
preocupes, muchacha —le dijo con dulzura—, sabemos que no puedes con esto tú
sola.
Rosa
levantó la mirada y Celina le pasó las manos por la cabeza, comprensiva, casi
cariñosa.
— Nosotros
cuidaremos a tu niño como si fuera nuestro.
Rosita
comenzó a llorar, reprimiendo sollozos tan fuertes que le agitaban el cuerpo.
Rosa pocas
veces dice más que «sí, señora» o «no, señor», pero esta vez preguntó con su
vocecita:
— Y yo,
¿me puedo quedar también?
Celina se
retiró un poco.
— No,
Rosa, tú no te puedes quedar. Quédate con tu gente. Estamos quitándote ese
problema.
Ella miró
el suelo, las lágrimas escurrían por sus mejillas pequeñas y le caían en el
vientre abultado.
Celina la
llevó de regreso a su pueblo. A Rosa no la volví a ver hasta que nos avisaron
que podíamos ir a recoger al niño. Es moreno y pequeñito, como ella. Su
pielecita oscura contrasta con las manos blancas de mi esposa cuando le acuna.
Yo estoy contento, pero a veces recuerdo
a Itatay y no sé por qué, siento ganas de llorar.
Celina se
ve preciosa como madre, pero a mí me parece que el niño huele a cebollas.
Silvia Flores
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