Decidieron salir a dar un paseo al campo. Era una
mañana soleada, cálida. Hicieron el recorrido habitual y se sentaron en el
viejo tronco que tantas conversaciones había escuchado. Hoy María estaba
especialmente silenciosa, algo le andaba por la cabeza. Antonio iba a
preguntarle, aunque algo le distrajo. Un reflejo a lo lejos le llamó la
atención. Lo miró fijamente. María se dio cuenta y también miró. Como
hipnotizados se levantaron y encaminaron hacia él. Iban absortos. De la nada
apareció un perro enorme que se metió entre ellos haciendo que María casi
cayera al suelo si no hubiera sido por los reflejos de Antonio al agarrarla. No
pudieron reconocer al perro, había desaparecido. Recuperados del susto
siguieron su camino. Era una zona desconocida para ellos, nunca se habían
adentrado en esa parte del bosque. Se hacía espeso y tuvieron que sortear
numerosos troncos caídos agarrándose el uno al otro haciéndose más lento su
avanzar. Tomaron un descanso para recuperar el aliento. Se oía el rumor del río
tropezando con las rocas. Observaron lo ancho que era y no había forma de
vadearlo. María estaba cansada, para qué seguir. Ya estaban lejos de casa, cada
vez se ponía más difícil y, al fin y al cabo, seguro que aquel brillo que les
llamó la atención y les intrigó sería una tontería. Volvamos, propuso María.
Antonio tardó en contestar. Se está rindiendo, pensó. Venga, ya estamos aquí,
hagámoslo juntos, le dijo con una media sonrisa. Ella le miró fijamente,
suspiró. Se tomó un momento para decidir. Alzando la cabeza, le cogió la mano y
dejó que él la guiara.
Ramita
de laurel
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