Se quedó parado frente al ventanal
apretando las monedas en su mano. Vio dentro
señores de gabardina con periódicos bajo el brazo, tazas humeantes, tertulia en
las mesa del fondo y novios compartiendo el menú de degustación. Nunca había entrado solo en el bar pero empujó
la puerta y cruzó al otro lado del escaparate.
Todo por volverla a ver. Temía
sentir las miradas de sus vecinos en la nuca, que las parejas se volvieran
hacia él, ser descubierto. Pretender decir no estoy pero que su chubasquero
amarillo chillara más. Se acercó a la
barra y la observó en la distancia.
Tenía unos veinticinco y le sonreía sin vergüenza desde el quicio del
reservado. Quería y no quería hablarle. Traía una bandeja vacía y se detuvo a su
lado. Extendió hasta ella su mano
abierta con las monedas en el centro y no pudo sino confesarle:
“Mi papá dice que el cambio se lo has dado
mal”.
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