Era la hora del silencio, de la caída del
sol, esa en la que se recogen los seres diurnos y se están por animar los nocturnos. El cazador pule su arma,
la ajusta, controla la mira, carga las municiones; mientras los halitos brumosos provocan a la raposa que se estira, huele y comienza a deambular
por la floresta agotada de sol.
El cazador suelta los lebreles y parte, de
pronto vislumbra un pelaje encendido entre
los arbusto lo que desencadena que ambos, raposa y cazador, corran y se escondan,
hundiéndose en el paisaje cercado
de ladridos.
Ella ya siente el regusto ácido de la
carne magra, él presiente el placer de la bala acertada. Ella se escurre bajo
el intrincado cañaveral, él se trepa a las ásperas rocas. Ella hesita su
agitado resuello, a él lo cala la resudación. Ella salta la cristalina poza, el
cae en el pegajoso fango.
Ya el corto atardecer termina, ya el
reflejo de la luna llena los sorprende, ya es tarde para ambos. Él aspira el
aroma a hembra, ella jadea por el olor a macho.
En los ojos del cazador se plasma el espanto primero y segadamente una
incontinente pasión, el arma cae de sus manos a la par que cae presa su alma; allí
en la curva del camino está ella, la hembra salvaje, la “Zorra”, atronada por
aullidos.
Alicia Dorato
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