La joven esperaba pacientemente a una distancia
prudencial. La otra chica operaba en el cajero exterior de la entidad bancaria sin
importarle la cola que su demora estaba provocando. No fue el tiempo que tardó
en encontrar la cartera en aquel inmenso bolso que colgaba de su hombro lo que
desesperó a la joven, sino la ingente cantidad de operaciones que realizó. Al
menos tres tarjetas diferentes empleó. Resoplaba malhumorada mientras tecleaba
en la máquina, de igual modo que resoplaban los tres hombres que también aguardaban
su turno. Uno de ellos incluso decidió marcharse pasados unos minutos, no sin
antes soltar algún improperio que la mujer pareció ignorar. Era el último
sábado del mes, y el saldo disponible no era el que la chica hubiera deseado,
según se entendía de sus poco discretos comentarios. Por fin terminó,
maldiciendo en voz baja, largándose de allí a toda prisa. Cuando la joven pudo
acercarse al cajero comprobó sorprendida que la otra chica había olvidado
recoger el efectivo. No era mucho, veinte míseros euros, pero ella era una
mujer con férreos principios cívicos. No se lo pensó dos veces. Cogió el
billete y salió corriendo detrás de la otra, primero intentando llamar su
atención discretamente y luego, tras sentirse ignorada, a voz en grito.
―¡Perdone! ―chillaba corriendo detrás de ella―.
¡Oiga! ¡Espere! ¡Oiga!
Al llegar a su altura la agarró por el hombro. La otra
chica se volvió con la mano levantada, dispuesta a defenderse, creyendo que
estaban intentando robarle el bolso.
―¡A que te cruzo la cara! ―le espetó con mirada
amenazadora.
La joven se quedó perpleja. No esperaba tal
reacción. Al fin y al cabo ella sólo pretendía devolverle su dinero. Mayor fue
su sorpresa cuando reconoció su cara.
―¿Tú eres Amparo? ¿Amparo Contreras?―le preguntó algo
asombrada.
―Sí ―dijo la otra, todavía con la mano en alto.
―Yo estudié contigo el primer año de instituto. ¿Te
acuerdas de mí?
―No, no tengo ni puta idea de quién eres ―respondió
la otra con un tono ciertamente desagradable, aunque al menos devolviendo el
brazo a una postura que ya no mostraba tanta agresividad.
―Pues yo de ti sí, hija de perra ―y le soltó un
sonoro bofetón que hizo que la cara de la otra enrojeciera―. Tú eres la puerca
que me quitó a Luis, mi primer novio.
Y se fue de allí, con el dinero de la otra en el
bolsillo.
―¡Ya está bien de hacer el tonto en esta vida!
―exclamó para sí.
Rubén
Ibáñez González
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