Se conocieron por casualidad en un bar de copas de esos donde todos
los gatos son pardos y las chicas princesas. Les presentó un amigo común. Él
supo que habían conectado en cuanto dijo una tontería, la típica broma neutral,
y ella mostró un coro de dientes perfectos con carcajada en do menor.
Los granos apenas habían desaparecido de sus caras, aunque ya tenían carné
de conducir y tarjeta con números rojos a fin de mes.
Unas cervezas ablandaron las palabras, los gestos perdieron la
vergüenza y las manos buscando caricias encontraron besos con lengua.
El pensó que sus labios eran carnosos y comestibles, olía a champú de
cielo abierto, y una peca solitaria flotaba como una isla con tesoro en su cara
de nácar… Ella no pensó nada y se dejó llevar.
Resbalar por su orilla y alcanzar su ladera. Ansia incontenida. La
copa a medias y veinte minutos después de la media noche un taxi en la puerta
para llegar a un hotel de esos que viven de espaldas a la ciudad y no hacen
preguntas. Subir a empujones por una escalera con el eco de risas vacías de
contenido. La llave que cae, el pomo que tiembla. Traspasar el umbral y barra
libre de salivas antes de arrancarse la ropa interior. Valles y mesetas en
perfecta armonía, un borrón de alientos y gemidos sobre una cama extraña.
Respiraciones agitadas, prisas por llegar al fondo, deseos desatados, espasmos
febriles, fusión nuclear y un destelló de luz celestial como el de una bengala
que se va consumiendo mientras cae al suelo con un cartel de “The End”.
Olor a pólvora quemada y de nuevo vuelven a ser dos desconocidos.
Función sin aplausos, ni bravos, ni champán con el que brindar. Una
ducha y dormir junto aun trozo de carne del que no recuerdas ni el nombre,
caliente por fuera y frío por dentro como un filete congelado a medio freír.
Y a la mañana siguiente se abrazan a ese cuerpo y vuelven a recorrer
sus lindes a millones de kilómetros, más por las formas que por las ganas.
Recogen la ropa diseminada por la pasión pretérita y con una mueca forzada
esbozan un adiós de plástico.
Sólo queda hacer una muesca más en la culata del revólver y contar la
hazaña en twitter.
José Luis García
Solana
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