Francisco estaba tomando la penúltima copa de vino
tinto y aunque el borgoña y su sangre eran viejos conocidos, decidieron ese día
hacer una gran fiesta; los glóbulos rojos recibieron alborozados la noticia y
comenzaron a cantar. El jefe de todos ellos dirigía la batuta y trataba en vano
que las voces afinasen a coro, el más chiquito, bastante inexperto en el arte
de empinar el codo, alzaba su voz desafinada a niveles insospechados.
Uno de los glóbulos rojos con una copa de vino en la
mano y sin derramar una sola gota, bailaba moviendo sus pies lustrando el piso
de la arteria; los más flacos ensayaban alocadas piruetas arrancando el aplauso
de la nutrida concurrencia. Mientras esto ocurría, los glóbulos blancos muy
preocupados vigilaban atentos el lugar, advirtiendo sobre las terribles
consecuencias que podrían suceder.
El sueño jugueteaba en sus pupilas y cansado por el
devenir de las copas, Francisco detuvo la ingesta vinícola para dar paso a un
humeante café doble que irrumpió altanero en el torrente sanguíneo, dejando
perplejos a los glóbulos rojos y por demás satisfechos a los glóbulos blancos.
La negra infusión clausuró la fiesta y como por arte
de magia las copas desaparecieron, los pocillos comenzaron a reinar con
hirvientes carcajadas y los bailarines enmudecieron sus pasos, al compás de la
semi amarga bebida. La mezcla etílica con café llegó a los riñones y de ahí su
ruta fue inexorable. Francisco salió del maloliente baño sin saber que salía y
llegó a destino, sin saber dónde estaba ni que había sido de él, en los últimos
sin cuenta años.
Alberto
Chara
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