Lo
primero en marcharse fue tu nombre, el par de aros que te compré en la feria,
el pelo rojizo que no te atabas ni te peinabas. El verano acabó y como a una
señal acordada a mis espaldas todo lo demás, todo aquello entre lo que yo te
buscaba, empezó a despedirse.
Se
fueron los turistas, llevándose sus souvenirs. Se fueron los rayos del sol y le
dejaron lugar a las nubes. Se fueron los niños con sus madres.
Discurrí
en silencio por el hotel y presencié como los empleados cerraban un ala entera
para no tener que limpiarla, corrían las cortinas, cubrían los muebles, luego
se marcharon. Se fueron también las gaviotas a otras playas, se fueron los días
urgidos por las noches, las luciérnagas se apagaron.
Esperando
que vuelvas veo lo demás irse. Cuando lo hagas, cuando regreses, no te será
difícil encontrarme. Estaré en medio del espacio que abandona todo lo demás.
Se
fueron las canciones que ya nadie cantaba, se fue el olor a eucalipto pero no
se adónde.
Me
siento en la puerta del hotel a ver la procesión de cosas que se van por el
camino. Sale el conserje y me mira satisfecho, soy su único pasajero. Los demás
se han ido.
– ¿Qué va a hacer ahora que el pueblo se
clausura y todo se detiene?- me pregunta y sus palabras se elevan en el aire
antes de ser succionadas hacia el lugar donde todo se va.
-Qué voy a hacer... nada.
Me
sonríe amable antes de irse él también.
-No
haga nada, pues.
Se fue
la luna blanca a inspirar mareas lejanas, se fue hasta el último perro, el
único que se despidió cortes al pasar frente a mí.
Ya no
espero, empacaron los verbos también. Soy una palabra solitaria en un renglón
vacío.
Espera.
Se va
el mar, se lleva tus huellas en la arena.
Diego Marcalain
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