Cuando siendo todavía pequeño, en la
escuela, el profesor le dijo que el hombre descendía del mono, decidió que, a
partir de entonces, su dieta se basaría, principalmente, en el consumo de
plátanos. Ayudó a adoptar dicha determinación el hecho de que el plátano fuese,
junto a la sandía, y como en cualquier niño que se precie de serlo, su fruta
favorita.
Al principio su madre no le dio
importancia, y trató de satisfacer los deseos de su hijo, comprando ingentes
cantidades del fruto demandado, siempre que coincidiese con la época de su
cosecha y, en consecuencia, hubiera disponibilidad.
Cada día comía más plátanos que el
anterior, y pronto comenzaron los comentarios jocosos de su entorno, más o
menos bromistas, sobre su nueva costumbre:
—De lo que se come se cría, Aureliano —y
cosas así solían decirle a menudo.
Pero las que no dejaban de ser estúpidas
chanzas sobre su ingesta masiva de plátanos, pronto, al retirar de su dieta
otros alimentos, se tornaron en sermones de sus mayores:
—No puedes alimentarte tan sólo de
plátanos. Tienes que comer también otras cosas, cariño, o te morirás.
Finalmente, dada la cabezonería del hijo, sus
padres dejaron de comprar el amarillo fruto de la platanera, lo que sublevó
enormemente al ya jovencito Aureliano. Éste, decidido a mantenerse fiel a sus
propias consignas, investigó, y tras averiguar que la cuna del plátano estaba
en las Islas Canarias, resolvió trasladarse allí cuanto antes.
Así que, al día siguiente, fingiendo que
se marchaba una vez más al colegio, se fugó, no sin antes robar un manojo de
plátanos en el mercado, de donde pudo escabullirse fácilmente con su botín, gracias
a sus ágiles piernitas. De mercado en mercado se dedicó a robar plátanos para
subsistir durante el trayecto que, en una semana, le condujo a una bohemia ciudad
portuaria, en la que pudo embarcarse como polizonte de un navío que se dirigía
a las Canarias. Otro puñado de plátanos, birlado poco antes a un confiado
tendero, sería, bien racionado, su sustento en aquel incierto, aunque exitoso
viaje.
Sus padres lo buscaron, aunque
infructuosamente, por lo que, una vez en Canarias, Aureliano se pudo dar gusto
durante años, comiendo —invariablemente— plátanos que robaba directamente de
los árboles, hasta que se hizo muy famoso en la zona. Fue conocido como el hombre mono por los vecinos del lugar,
que lo adoptaron como si de una mascota se tratara, y así fue como, cuando
llegó la hora de su muerte, por sobredosis de potasio, fue enterrado, como él había
pedido previamente ante notario, en una enorme plantación de plataneras, y
dentro de un ataúd con forma de plátano.
Sergio Reyes Puerta
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