miércoles, 5 de marzo de 2014

El abuelo

Hoy me he despertado con dolor de espalda. Quizá ayer cargué más peso del que debo. La maleta, cargada de tanto trasto inútil, esos cachivaches sin los que ya no sabemos vivir, pesaba como un muerto. Yo no quería traer la mitad de las cosas pero Miguel me decía que lo mismo cogía frío y que me abrigara, así que me metió el doble de ropa, calcetines gruesos y mis zapatillas. Me trata como si fuera un niño. También cargué, sin saberlo, con sus artilugios electrónicos y todos esos cargadores negros.¿ Por qué demonios no harán un cargador que valga para todo? Me han traído al pueblo. Se nota que no venimos a menudo, la casa está invadida por ese frío húmedo que nace de las paredes y se te mete en los huesos y me he pasado la noche oyendo el crujir de las vigas y ruidos raros entre las tejas. Me incordia este colchón de lana donde me hundo como en una fosa y este olor a naftalina en toda mi ropa como si estuviera enfermo de polilla. Me traen como a un mueble, me tratan como un inválido y no tengo ganas de levantarme, ni de salir, ni de ver a la gente. Ya casi no conozco a nadie. Antes disfrutaba venir al pueblo, pero hace ya mucho tiempo de eso.
Oigo ruido abajo. Miguel debe llevar un buen rato levantado. Tiene que estar trasteando en la cocina porque hasta aquí llega el chocar de las cazuelas y el aroma del café. Está ansioso por salir, por acercarse al río, por darse una vuelta por la plaza a ver a quién encuentra. Irá a buscar a sus amigos y a preparar algún lío de los suyos, menos mal que ya terminaron las Fiestas. Le gusta demasiado trasnochar. Él sí disfruta aquí, cada día es distinto, un descubrimiento, una aventura. Ayer, en el asiento de atrás del coche, no paró de mirar el paisaje y sonreír. Se vería ya jugando, pescando o yendo a la poza del río. Yo me pondré frente a la televisión a llenar las horas, a entretener el tiempo, a gastar la vida. Me caen los años como losas, ya no tengo ilusiones ni ganas de disfrutar. Miguel, mientras tanto, debe estar abriendo ya todas las puertas y ventanas, dejando entrar el sol limpio de Castilla, buscando al gato, viendo si la higuera del patio promete fruta este verano. El año pasado se subió a por los higos y luego no se atrevía a bajar. Tuve que arrimarle una escalera y, menos mal, porque estaba dispuesto a pegar un salto. No paramos de reírnos luego. La verdad es que nos llevamos bien, a pesar de la diferencia de edad. Yo tengo 21 y él, 67. Miguel es mi abuelo.


Mánix

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