Llegué a la oficina de correos temprano por la
mañana. Delante de mí había un solo hombre. El individuo quería setecientos
sellos, ni más ni menos. ¿Quién necesita setecientos sellos? ¡Ni el Papa
enviando felicitaciones de navidad! Pero aquí estaba yo, detrás de Epistolario
Man: “un tipo como usted o como yo, pero que aún no sabe de la existencia del
e-mail”.
Mientras perdía valiosos minutos esperando ser
atendido, reflexioné acerca de cómo, si hubiese llegado un par de segundos
antes, me hubiese ahorrado este inconveniente. Proyecté, al mismo tiempo, cómo
esta demora se traduciría en llegar tarde a otro acontecimiento, como por
ejemplo llegar justo cuando el semáforo se pone en rojo, y mientras esperas el
verde aparece de la nada una señora muy simpática que se pasa quince minutos
preguntándote sobre tu familia. Me percaté, así, de que desde mi más tierna infancia
he ido llegando en el momento inapropiado adonde sea, y he tenido que poner
forzosamente en práctica la paciencia, que es una de las tantas virtudes
cardinales que no poseo. Es más, recordé cómo mi madre me contó que el día de
mi nacimiento había sido proyectado para un día, pero que al final el parto se
dilató hasta la madrugada, con lo cual nací al día siguiente. Supongo que algo
me retuvo en el camino, y ese algo, como en las piezas de dominó puestas en
fila, ha venido repercutiendo en cada uno de los acontecimientos posteriores
que el destino ha puesto en mi camino, acontecimientos que – teóricamente – han
estado siempre antecedidos por otros, por tener que hacer una fila. Una fila
como esta, de tan sólo dos personas – Epistolario Man y yo – en la oficina de
correos, un martes cualquiera a las nueve y media de la mañana.
Mañana madrugo, seguro.
Matihuelo
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