Soy el chupetín que nadie saboreó, hace años me olvidaron en este cajón donde me
encuentro bastante revenido. Fui comprado en un maxi kiosco por una mamá una
tarde de otoño para ser regalado a su hija, que me despreció por no colmar sus
expectativas. Sara no deseaba una golosina, deseaba un juguete, por lo que
terminé en el suelo. La mamá me recogió y prometió regalarme a una niña que
me quisiera. Minutos más tarde
encontraron a una pequeña muy humilde sentada en un muro, que me
aceptó felizmente, me miró con ilusión y se le hizo agua la boca por mí.
Reconozco que mi sabor frutal es el mejor, soy el chupetín más codiciado por
los niños y por los abuelos, abuelos que
intentan muchas veces quitarnos el palito, ya que sienten vergüenza de que los
vean degustando un chupetín. Pero volviendo a
mi historia, les recuerdo que
nadie me ha catado. Lucía, con el tesoro en las manos (el tesoro era yo) corrió
hasta su casa a contarle a su abuela que una señora con una niña sollozando, le
había dado el chupetín que sacudía sin
parar. La abuela desconfiada, le explicó a su nieta que no podía comer una
golosina que una desconocida le hubiese
obsequiado, ya que corría riesgo su salud,
incluso que podía estar envenenada. Ofreció sustituirme por otro
chupetín, a lo que Lucía accedió y fue la abuela la que me arrojó al cajón de su mesa de luz.
Y aquí me hallo desde entonces, ya he
perdido la ilusión de derretirme en la boca de algún niño o abuelo, incluso casi no puedo moverme. Hace un tiempo que me adherí a la
madera del cajón, sin embargo, me reconforto recordando la mirada de Lucía y la
alegría que irradiaba al agitarme entre
sus manos
Marcela
Langenhin Vaucher
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