jueves, 7 de agosto de 2014

Como Santo Tomás

Cuando enviudó Ruperto por cuarta vez, ya tenía 60 años; las mujeres lo rechazaban por temor a morir antes de envejecer. Mi madre tan compasiva se encargó de prepararle el alimento y pronto se adaptó a nuestra compañía. Le gustaba contar historias mientras comíamos. No me desagradaban sus relatos, pero nunca le creí; además sólo hablaba de él y cuando alguien daba alguna noticia él la superaba con otra gran historia. Siempre le sucedían cosas formidables; hasta tuvo contacto con el mismísimo demonio cuando acompañó a su compadre Patricio a desenterrar un tesoro en el Cerro del muerto; su esposa en turno era vidente, su compadre  le preguntó sobre el lugar exacto donde el tesoro estaba enterrado, la señora hizo la descripción  y trazaron un mapa, Patricio le preguntó si tendrían éxito, la señora le contestó: “Soy vidente, veo lo que hay, no el porvenir; las premoniciones no entran en mi línea de trabajo”. La esposa de Ruperto empezó a  conjurar, mientras la de Patricio rociaba agua bendita. Los hombres cavaban y repetían el rezo; justo cuando encontraron el tesoro escucharon un estruendo y el cofre se hundió profundamente. Las mujeres lloraban, Patricio... también; mientras Ruperto maldecía. Bajaron del cerro sin alzar la cabeza; sentían las miradas de los lugareños y escuchaban sus susurros y risas. Subieron a la vieja camioneta y nunca hablaron del suceso entre ellos.
A Ruperto le sobraba tiempo al igual que aventuras que narrar. Fue náufrago por algunos días; un tiburón intentó atacarlo y una ballena le salvó la vida. Hasta su nacimiento fue fantástico, nació durante el Porfiriato en México y participó en el movimiento revolucionario cuando era casi un niño; fue héroe desconocido, salvó todo un pueblo pero su modestia no le permitía detallar el suceso; pero lo más increíble es que su abuelo era chino —Ruperto se apellidaba García Lorenzana— era un señor corpulento que trabajaba para un carnicero, él mataba a los cerdos con sus propias manos;  en una ocasión alzó uno, el más grande que pudiera existir y le cayó encima, así murió el abuelo de Ruperto... ¡aplastado por un cerdo! 
Ruperto murió a los ochenta y tres años de edad; nunca volvió a casarse; yo formé mi propio hogar y mis hijos también escucharon las mismas historias; pero a diferencia mía, ellos si le creyeron. En los funerales conocí a los hermanos de Ruperto; escuché que platicaban; empezaron a preguntarse por los demás parientes, surgieron las novedades y alguien mencionó a aquel abuelo, él único que murió joven... aplastado por un cerdo.


Paloma Riésnerez

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