-Verás cuando empiece a andar. ¡La
peor edad!- sentenció la señora Carmela en tono sabiondo. El pequeño de dos
años forzaba las lumbares maternas a hacer horas extraordinarias.
La otra mujer calló, empujando el
cochecito desde donde su hijo de nueve meses observaba el mundo con curiosidad.
Esa mañana el parque era un
estanque de reflejos de sol. Por doquier resonaba el parloteo de los niños que
correteaban entre toboganes y columpios.
-Verá a los cinco cuando quiera
una bici- intervino cansinamente un hombre con principio de alopecia.
-¡Espere a los diez y verá!- Se
interpuso una joven rellenita, señalando la tapia donde un chiquillo mantenía un
precario equilibrio sobre el patinete. -¡Cielos, Raúl! ¡Que te rompes el
cuello!- Y se dejó caer, resignada, en un banco.
Allí había un anciano junto a un
hombre sobre los treinta, que mordisqueaba un bocadillo, aislado por su Ipod, mientras
hojeaba una revista de videojuegos.
Los observó, suspicaz, tranquilizándose
al reconocer en el viejo una exasperación paternal y siguió su mirada para ver
si distinguía al nieto.
El hombre la miró fijamente con
una mueca amarga y profirió:
-¡Verá a los treinta, cuando no
se vaya de casa!
Durlindana
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