Otro
aplauso. A las ocho. Con la inestimable colaboración del conductor del 41, que
hace sonar la bocina y levanta gritos de ánimo.
Y se me
saltan las lágrimas. Hay una elemental inocencia, un deseo irreprimible de
hacer algo, por poco que sea, en todas esas personas. Gente que conozco de
vista, que han sido, como yo para ellos, figurantes en un decorado vital lleno
de absurdas obligaciones innecesarias.
Cada cara
revela ahora que hay un ser humano detrás de cada figura de mi cuadro
existencial. Con sus historias, sus penas, sus glorias y sus vacíos. Cada cual
en su ventana, aplaudiendo a nada para que el aplauso se convierta en todo. Empujando
el aire. Parece inútil, pero hoy le voy a llevar la contraria a Einstein. La
energía se crea. Y se transforma en más energía.
Mañana
toca volver al campo de batalla. El miedo de tener que salir ahí fuera
desaparece entre ecos de aplausos.
Aplaudid, aplaudid,
malditos. De eso también depende nuestro éxito. Y gracias.
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