Empieza a
haber bajas en mis filas. Era previsible. Y es jodido bailar con la certeza de
que nos van a dar hostias de todos los colores.
Preocupación
por todos los que quieres y por los que no conoces. Un cielo que nunca había
sido tan plomizo. Una amargura densa, algo así como la nada de “La historia
interminable”. Es la tristeza, con toda su panoplia, y amenazando con más
tristeza.
Y un fondo
de ansiedad, una línea base de angustia que se mantiene en todo momento. Me
despierto antes del amanecer para mirar el teléfono, a la espera de noticias.
Más malas que buenas.
Pero,
mientras fumo un cigarrillo en la ventana de mi habitación, Lorena, mi vecina
del cuarto, de unos siete u ocho años, se pone a saludar a gritos a una
compañera del colegio que vive al otro lado del patio. Le cuenta que sus
gusanos de seda ya han hecho sus capullos. Que le quedan deberes de ayer, pero
que hoy los terminará. Y que está haciendo un dibujo para su abuela.
Y esa voz
cristalina le cruza la cara a la tristeza, y me llena los ojos de lágrimas, y
me viste con una coraza invisible y me levanta la barbilla.
En un
rato volveré a mi puesto. Preparado para derrotar a un virus que utiliza como
artillería el desánimo, antes de intentar aplastarnos con su infantería. Hoy, a
cubierto en un parapeto de voces infantiles. Un escudo de esperanza.
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