Al atardecer lo encontré mirando esas
asquerosas montañas, estoy seguro de que no quería voltear la mirada y volver a
contemplarlas, pero cuando llegó al linde del bosque debió sentirlas pisando sus
talones, respirando profundo y lento, asquerosas. No pudo evitar mirarlas una
vez más y asegurarse de que quedaban atrás. Pobre ingenuo.
Esa noche encendió un fuego en un
pequeño claro a mitad del camino hacia el pueblo. A la luz de las llamas, las
sombras y yo lo miramos con severidad, levantó los ojos al cielo pero no halló
siquiera una estrella. La Luna se escondía detrás de unas pesadas nubes.
Durmió.
Despertó a la mañana siguiente temblando
de frío, suavemente descendí y me posé en su hombro, metiéndole el pico entre
los pelos, miró mis ojos rojos con compasión, pero yo no sé el significado de
esa palabra. Conmigo volando a su espalda volvió sobre sus pasos, salió del
bosque, cruzó de nuevo el frío arroyo y las montañas volvieron a engullirnos. Clavé
entonces mis garras en su espalda para que apretara el paso, desesperado
comenzó a correr por los caminos escarpados esquivando árboles muertos, picoteé
sus orejas, corrió aún más, ensangrentando sus pies contra las espinas del
suelo, hundí mi pico en lo más profundo de su cabeza, revolví sus entrañas,
rodó acantilado abajo. Cayó muerto al fondo del precipicio a unos metros del
cuerpo sin vida de su hermano, asesinado por él. El gris de las montañas se
tiñó en sus ojos. Comí tranquilo.
Midas
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