jueves, 16 de mayo de 2013

Conciencia


Al atardecer lo encontré mirando esas asquerosas montañas, estoy seguro de que no quería voltear la mirada y volver a contemplarlas, pero cuando llegó al linde del bosque debió sentirlas pisando sus talones, respirando profundo y lento, asquerosas. No pudo evitar mirarlas una vez más y asegurarse de que quedaban atrás. Pobre ingenuo.
Esa noche encendió un fuego en un pequeño claro a mitad del camino hacia el pueblo. A la luz de las llamas, las sombras y yo lo miramos con severidad, levantó los ojos al cielo pero no halló siquiera una estrella. La Luna se escondía detrás de unas pesadas nubes. Durmió.
Despertó a la mañana siguiente temblando de frío, suavemente descendí y me posé en su hombro, metiéndole el pico entre los pelos, miró mis ojos rojos con compasión, pero yo no sé el significado de esa palabra. Conmigo volando a su espalda volvió sobre sus pasos, salió del bosque, cruzó de nuevo el frío arroyo y las montañas volvieron a engullirnos. Clavé entonces mis garras en su espalda para que apretara el paso, desesperado comenzó a correr por los caminos escarpados esquivando árboles muertos, picoteé sus orejas, corrió aún más, ensangrentando sus pies contra las espinas del suelo, hundí mi pico en lo más profundo de su cabeza, revolví sus entrañas, rodó acantilado abajo. Cayó muerto al fondo del precipicio a unos metros del cuerpo sin vida de su hermano, asesinado por él. El gris de las montañas se tiñó en sus ojos. Comí tranquilo.

Midas

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