Al verla ahí de pie, esperándolo, pensó que ese sería un lindo
final de su relación. Sabía que los errores que cometieron los perseguirían
siempre, que jamás podrían ser felices.
Se acercó a ella con respeto, casi con reverencia, mientras le
dijo al odio “El destino nos ha llegado primero”.
Ella sonrió y al volver su mirada, él se percató de aquellas
lágrimas que se vertían impunemente y que recorrían lamiendo sus mejillas. Pronunció sólo dos simples palabras: “te amo”.
Al decirle te amo se hería a sí misma.
Él la miraba esperanzado, retomando las migajas de su vida
juntos.
Al verlo, ella se sorprendió de su crueldad, se asesinó mil
veces internamente y como producto le regaló una sonrisa. Esa endemoniada
sonrisa, era como el cigarrillo de un condenado, aquel que sabe a un pedazo de
cielo, a triunfo, a gloria, pero aquel mismo que esconde un terrible destino.
Él, ágrafo, no pudo leer en esa mirada. No pudo ver sino aquella sonrisa, aquellos ojos que siempre amó profundamente. No sintió cómo sobresalía la pistola de su gabán. Tampoco sintió el disparo, pero supo que ella lo hizo por amor.
Él, ágrafo, no pudo leer en esa mirada. No pudo ver sino aquella sonrisa, aquellos ojos que siempre amó profundamente. No sintió cómo sobresalía la pistola de su gabán. Tampoco sintió el disparo, pero supo que ella lo hizo por amor.
No se dieron últimas
palabras, lo habían dicho todo mucho tiempo atrás. Ella sostenía esa pistola
con odio, él, en el suelo, se tapaba la herida con un profundo agradecimiento.
Sólo el silencio misterioso conocerá siempre sus verdaderos sentimientos.
Juan Felipe Méndez
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