Era muy temprano cuando salí a
caminar. Había amanecido un día soleado - por fin - cero neblina, nada de
garuas impertinentes. Sólo un aire frio bastante grato que bajaba de la sierra.
Tomé el ascensor y alcancé el estacionamiento de mi edificio, protegido de las
indiscreciones ajenas por altos muros y gruesas rejas. Abrí y me asomé
prudentemente; era el último día de carnaval, la última jornada de fiesta.
El olor a orines viejos golpeó mi
nariz, ofendiéndola; entonces miré a mi calle: estaba cubierta de vidrios,
de botellas, de papeles sucios y de vasos. Todo tipo de vasos, de todos los
tamaños, de todos los colores, de cualquier material – desechable –. Vasos que,
a mí, se me ocurrieron culpables de historias, entre el mucho whisky que ha
debido correr por esos pagos. En la acera, nuestro indigente oficial dormía la
resaca. Un poco más allá, algunos más, seguramente sus invitados de la noche,
intentaban arroparse con lo que sobraba de un gran pedazo de cartón. En la
avenida, convertida hace años en complejo ferial, había silencios y basuras.
Los custodios del frente aun no
descorrían las cortinas de plástico que protegen su guarida. Los tarantines de
ventas, doblados y recogidos, esperaban a más tarde. Algún sombrero vueltiao, nadando en el estropicio, contaba la farra
monumental. El sol intentó entibiar los huesos, lentamente comencé a comprender
mis visiones: estaba ante el final de la Feria del Sol. La gran fiesta había
terminado, aunque no oficialmente; una tarde de toros de último consuelo estaba
pautada para las 3 de la tarde. Pensé por un momento que no había ambiente para
más, afortunadamente.
Me fui a caminar. Lo hice entre los
escombros de la rumba. Cuando regresé, habían aparecido escardillas, burdas
escobas e indigentes: trataban de ponerle orden a las sobras del aquelarre. Un
camión improvisaba transporte de basura y las calles intentaban poner su mejor
cara entre los restos que escapaban del simulacro de limpieza. Entré a casa, la
devaluada realidad pretendió alcanzarme en la escalera.
Me di una ducha y exorcicé los
demonios; no puedo permitirme caer rendido ante la verdad del día después.
Juan Carlos Liendo Mogollón
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