sábado, 18 de mayo de 2013

El día después


Era muy temprano cuando salí a caminar. Había amanecido un día soleado - por fin - cero neblina, nada de garuas impertinentes. Sólo un aire frio bastante grato que bajaba de la sierra. Tomé el ascensor y alcancé el estacionamiento de mi edificio, protegido de las indiscreciones ajenas por altos muros y gruesas rejas. Abrí y me asomé prudentemente; era el último día de carnaval, la última jornada de fiesta.
El olor a orines viejos golpeó mi nariz, ofendiéndola; entonces miré a mi calle: estaba cubierta de vidrios, de botellas, de papeles sucios y de vasos. Todo tipo de vasos, de todos los tamaños, de todos los colores, de cualquier material – desechable –. Vasos que, a mí, se me ocurrieron culpables de historias, entre el mucho whisky que ha debido correr por esos pagos. En la acera, nuestro indigente oficial dormía la resaca. Un poco más allá, algunos más, seguramente sus invitados de la noche, intentaban arroparse con lo que sobraba de un gran pedazo de cartón. En la avenida, convertida hace años en complejo ferial, había silencios y basuras.
Los custodios del frente aun no descorrían las cortinas de plástico que protegen su guarida. Los tarantines de ventas, doblados y recogidos, esperaban a más tarde. Algún sombrero vueltiao, nadando en el estropicio, contaba la farra monumental. El sol intentó entibiar los huesos, lentamente comencé a comprender mis visiones: estaba ante el final de la Feria del Sol. La gran fiesta había terminado, aunque no oficialmente; una tarde de toros de último consuelo estaba pautada para las 3 de la tarde. Pensé por un momento que no había ambiente para más, afortunadamente.
Me fui a caminar. Lo hice entre los escombros de la rumba. Cuando regresé, habían aparecido escardillas, burdas escobas e indigentes: trataban de ponerle orden a las sobras del aquelarre. Un camión improvisaba transporte de basura y las calles intentaban poner su mejor cara entre los restos que escapaban del simulacro de limpieza. Entré a casa, la devaluada realidad pretendió alcanzarme en la escalera.
Me di una ducha y exorcicé los demonios; no puedo permitirme caer rendido ante la verdad del día después.

Juan Carlos Liendo Mogollón

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