El abuelo, de niño, se fue a vivir a Argentina. Allá tuvo hijos a los
que, cuando tuvieron la edad, mandó a estudiar en España. Ellos se
acostumbraron al clima, se casaron y se quedaron a vivir —por ese orden—. Luego
volvió también él, el abuelo. Ya era muy viejo y volvió para morir, aunque ni
él ni nadie quisiese reconocerlo, porque estas cosas no se dicen en voz alta.
Antes de morir, cuando yo era niño y el abuelo había vuelto de Argentina, nos
gustaba escucharle contar historias de allá. Nos decía que él había sido el
último gaucho y que, cuando emigró, no echaba de menos su tierra, porque todas
las tierras son iguales a lomos de un caballo. Todas son rápidas, generosas y
urgentes. «Como la vida». Nos decía, pero sin darle importancia. «Como la
vida». Nos decía y se echaba a dormir o nos apuntaba con el bastón como si
fuese una escopeta. Gritaba «Pum», y nosotros salíamos corriendo, y a veces nos
moríamos y a veces no, dependiendo de la puntería del abuelo y de la disposición
que tuviésemos ese día para caer al suelo.
A nosotros el abuelo nos hacía mucha gracia. Tenía un acento muy
divertido y casi siempre estaba de buen humor. Aunque había venido a España a
morir no le daba importancia al asunto. Luego entendí que le parecía una cosa
natural y el abuelo pertenecía a ese tipo de gente para la que no puede haber
nada malo que sea natural.
-No quedan caballos abuelo —le picabamos nosotros—. No quedan
caballos, nos los hemos comido todos —y le enseñábamos los dientes, como si los
nuestros fuesen unos dientes terribles con los que hubiésemos acabado de
zamparnos, allí mismo, al último percherón sobre la Tierra.
Él sonreía, entre cómplice y
resignado. Se recostaba, cerraba los ojos y nos respondía.
-Claro que quedan caballos. Cuando
no queden caballos se acabará el mundo.
Miguel Carreira López
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