Me gusta mi
Chiquita. Le digo así porque es pequeña. Siempre anda entaconada y se le mira
muy bonita la forma de las piernas. A veces le tiembla el tobillo cuando pisa
mal y se nota donde tensa el músculo del chamorro, sobre todo cuando trae
falda, que es casi siempre.
Recuerdo la
primera vez que le di un beso. Es una canija, mi Chiquita, porque aunque bien
que le gustó quitaba la boca y trataba de empujarme. Todavía hace eso, lo de
empujar, pero yo digo que es para tocarme el pecho. Más ganas me dan de seguir
haciendo ejercicio. Me gusta el escalofrío que le da cuando me tienta el brazo
duro al tomarla por detrás.
El otro día en
el banco la agarré descuidada. Fue bastante divertido, porque si hay gente se
pone muy nerviosa. Estábamos haciendo fila. Ella se golpeteaba el codo con los
dedos. Ya saben, la pose de brazos cruzados y toda inquieta moviendo el pié. Yo
acariciaba su cabello, ese que le sale ralo por detrás del cuello. Me recargué
contra la pared reduciendo mi altura. No se dio cuenta cuando giré para, en
lugar de tocar su trasero con mi cadera, colocarle el miembro entre las
nalguitas y con dos pulsaciones hacerle saber que me tenía bien dispuesto. ¡La
cara que puso! Giró para mirarme con esos ojos de furia, apretando los labios
para detenerse el grito. Yo exhalé despacio, suavecito, dirigiéndole un chorro de
aire de la barbilla al escote hasta que el viento le tocó el ombligo. Hacía
calor. Tenía cubierto el pecho con ese sudor que se nota solo cuando le pasas
el dedo. Levanté la ceja para que notara cómo le veía el pezón, elevándose a
través de la blusa.
Estúpido,
murmuró mientras se tapaba el cuerpo con su bolso. Esa tarde cogimos.
Fernando Mol
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