miércoles, 21 de agosto de 2013

Días de chicle

Anoche me acosté intranquilo. Di mil vueltas. Me revolví entre las sábanas. Harto me levanté convencido de que otra vez, y ya iban tres esta semana, no podría pegar ojo. Demasiado cansado para hacer algo útil me desplomé en la silla de la cocina. A tientas busqué esa cerveza a medias de la cena. Todavía estaba fresca. De un trago me despedí de otra noche sin sueños. Hacía tres meses que no soñaba. Mi mente anestesiada, era incapaz de pensar o reaccionar ante nada. La culpable era Carla. Ella abrió mi alacena oscura apilada de temores. Con paciencia la vació desempolvó recuerdos y los pulió. Dejó las puertas abiertas de par en par para eliminar el olor a rancio. Casi volví a respirar. Me sentía tan bien que no supe ver el fin. Relajado baje la guardia. Un breve encuentro con alguien de su pasado despertó en ella lo inacabado. Sus mejillas la delataron. Rojizas de apuro y no saber qué decir, trasmitieron lo que sus monosílabos atropellados no pudieron. Su mano helada abrazando mi cintura sujetó con alambres un adiós precipitado. A partir de ese momento, las puertas de mi alacena se cerraron de nuevo. Solo siento indiferencia que cubro con pijamas, comodines del sueño. Cada noche abro ese libro que nos encontró. Respiro las hojas. Apoyo mi oreja contra el lomo para oír su voz. Casi puedo sentirla.
Recuerdo ese primer encuentro. Agarramos a la vez un viejo libro de poemas  en un mercadillo. Sin soltar el libro Carla clavó sus ojos miopes en mi rostro y aulló como una   loba. Atónito le cedí tan preciado fetiche sin poder dejar de mirarla.
Carla cogió su libro y sin mediar palaba me empujó a un banco cercano. Absorto me senté a su lado. Abrió el libro por la primera página. El crujir de las hojas me devolvió a la frialdad del banco. Nos presentamos e intercambiamos un tibio apretón de manos. Desde aquel instante quedamos ligados como las palabras de aquel libro. Carentes de significado por separado y juntos  en cambio narrábamos una improvisada historia entre cañas de cerveza que despegaba todas  nuestras hojas. Desde la infancia hasta el hoy reescribimos nuestras páginas. Llegamos al final del libro y una foto cayó de la última página. Ella la miró. De pronto su expresión cambió. Era la foto de aquel cuya cita días después cerraría nuestra historia.
De eso hace tres meses, aunque quizás han pasado veinte. Consumo lo días de la cama a la silla de la cocina y de la silla al sillón del comedor y vuelta a  empezar. Ellos son los vértices del triángulo de mi mundo. Sin sueño ni sueños mi tiempo es como un chicle manido que no escupes. Pegajoso, duro y sin gusto.


Avería

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