Anoche me acosté intranquilo. Di mil vueltas. Me
revolví entre las sábanas. Harto me levanté convencido de que otra vez, y ya iban
tres esta semana, no podría pegar ojo. Demasiado cansado para hacer algo útil
me desplomé en la silla de la cocina. A tientas busqué esa cerveza a medias de
la cena. Todavía estaba fresca. De un trago me despedí de otra noche sin
sueños. Hacía tres meses que no soñaba. Mi mente anestesiada, era incapaz de
pensar o reaccionar ante nada. La culpable era Carla. Ella abrió mi alacena
oscura apilada de temores. Con paciencia la vació desempolvó recuerdos y los
pulió. Dejó las puertas abiertas de par en par para eliminar el olor a rancio.
Casi volví a respirar. Me sentía tan bien que no supe ver el fin. Relajado baje
la guardia. Un breve encuentro con alguien de su pasado despertó en ella lo inacabado.
Sus mejillas la delataron. Rojizas de apuro y no saber qué decir, trasmitieron
lo que sus monosílabos atropellados no pudieron. Su mano helada abrazando mi
cintura sujetó con alambres un adiós precipitado. A partir de ese momento, las
puertas de mi alacena se cerraron de nuevo. Solo siento indiferencia que cubro
con pijamas, comodines del sueño. Cada noche abro ese libro que nos encontró.
Respiro las hojas. Apoyo mi oreja contra el lomo para oír su voz. Casi puedo
sentirla.
Recuerdo ese primer encuentro. Agarramos a la vez un
viejo libro de poemas en un mercadillo.
Sin soltar el libro Carla clavó sus ojos miopes en mi rostro y aulló como una loba. Atónito le cedí tan preciado fetiche
sin poder dejar de mirarla.
Carla cogió su libro y sin mediar palaba me empujó a
un banco cercano. Absorto me senté a su lado. Abrió el libro por la primera
página. El crujir de las hojas me devolvió a la frialdad del banco. Nos
presentamos e intercambiamos un tibio apretón de manos. Desde aquel instante
quedamos ligados como las palabras de aquel libro. Carentes de significado por
separado y juntos en cambio narrábamos
una improvisada historia entre cañas de cerveza que despegaba todas nuestras hojas. Desde la infancia hasta el hoy
reescribimos nuestras páginas. Llegamos al final del libro y una foto cayó de
la última página. Ella la miró. De pronto su expresión cambió. Era la foto de
aquel cuya cita días después cerraría nuestra historia.
De eso hace tres meses, aunque quizás han pasado
veinte. Consumo lo días de la cama a la silla de la cocina y de la silla al
sillón del comedor y vuelta a empezar.
Ellos son los vértices del triángulo de mi mundo. Sin sueño ni sueños mi tiempo
es como un chicle manido que no escupes. Pegajoso, duro y sin gusto.
Avería
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