El instinto de cazador me guía justo al escondrijo
de la bestia. Al verse sin salida, ruega con su voz humana: “No, déjame vivir”,
y de sus ojos corren lágrimas. Pero en mi mente, las imágenes: niños muertos,
eviscerados por su lujuria, podridos dentro de contenedores de basura, y los
que sobrevivieron. Como yo. Condenados a sufrir la maldición de buscar carne
inocente hasta encontrar al que nos transformó... Apunto la ballesta al
“corazón” del monstruo. “No fui yo”, me insiste. Sus ojos ocultos bajo los flecos
de piel vieja son los mismos de aquella
noche, hace quince años, cuando mediante tretas me atrajo a sus dominios.
Durante tres días, en el bosque, hizo de mí una copia de su maldad.
“Compañero”, me dice al reconocer en mis pupilas la bestia silente. Le propino
una bofetada. No soy como él. Por años he resistido la llamada de sangre y
sexo. Y hoy seré libre con su muerte. Esposa, trabajo, amigos, hijos a quienes
cuidar y no… Una vida normal. Disparo la flecha. La saeta destruye a la bestia
original; el monstruo en mi interior, intacto. Lo oigo rugir con fuerza, quiere
salir… Desea ocupar el lugar de la bestia fallecida… ¡La transformación total!
—Hay revistas y videos de pornografía infantil en
los armarios y en el garaje; en la refrigeradora, muestras de pelo y fluidos,
seguramente humanos; fotos de algunas víctimas… ¡Pobres padres!... John, este
tiene que ser la Bestia de Santa Helena.
—¿Y el tipo de la ballesta?— observa el aludido.
—Alguien que se nos adelantó— concluye el policía
inclinado sobre uno de los cuerpos y cubre con la sábana los ojos engrandecidos
de terror.
Kyda
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