martes, 20 de agosto de 2013

El tetrapléjico

Atrae la mosca con la mirada. Sus pupilas siguen el movimiento perpetuo a su paso. El calor de la tarde la mantiene aletargada en pleno vuelo y zigzaguea alrededor del rostro inmóvil. Sus ojos ciñen el tiempo a la tentativa de aproximarla. La llama, la tienta a posarse sobre su retina; dicen al mirar a-cér-ca-te hasta tocarme y poder sentir… Pero la mosca deambula, alcanza la lámpara, luego el sillón, gira sobre sí misma y cae en torbellino allegándose a su hombro, caminando, volviendo a volar a las alturas, ahora rozando con las alas el mueble, la encimera, para deslizarse por la puerta, regresando después a su brazo, no sin antes chocar contra la ventana por enésima vez.
El tetrapléjico se concentra. Su mente prodiga conjuros y expectativas. Bendice a la mosca. Su mente dibuja con nitidez el vuelo y su corazón ama su existencia. Acaricia el mundo surrealista de su identidad perdida y predice soluciones optimistas y desmesuradas. La mosca aterriza en este instante sobre su nariz. Por un segundo se detiene, lo justo para que sus ojos converjan en ella. Entonces marcha hacia arriba; sube por el carrillo. Rodea la cuenca ocular por la sien. Duda en la textura de las cejas, y finalmente se planta sobre el globo ocular. El tetrapléjico nota el cosquilleo de sus alas, sus patas estimulan el color y las formas que percibe, una vibración para otros insoportable llena su cuerpo muerto de sensaciones apacibles, de cercanía, casi de cariño.
El parpadeo involuntario consecuente logra sin embargo asustarla. Y la mosca zozobra, zumba con fuerza como perseguida por manos implacables, se golpea con el borde de un armario y va a chocarse de nuevo con aquella ventana que la retiene.


Fernando Colorines

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