Atrae la mosca con la mirada. Sus pupilas
siguen el movimiento perpetuo a su paso. El calor de la tarde la mantiene
aletargada en pleno vuelo y zigzaguea alrededor del rostro inmóvil. Sus ojos
ciñen el tiempo a la tentativa de aproximarla. La llama, la tienta a posarse
sobre su retina; dicen al mirar a-cér-ca-te
hasta tocarme y poder sentir… Pero la mosca deambula, alcanza la lámpara,
luego el sillón, gira sobre sí misma y cae en torbellino allegándose a su
hombro, caminando, volviendo a volar a las alturas, ahora rozando con las alas
el mueble, la encimera, para deslizarse por la puerta, regresando después a su
brazo, no sin antes chocar contra la ventana por enésima vez.
El tetrapléjico se concentra. Su mente
prodiga conjuros y expectativas. Bendice a la mosca. Su mente dibuja con
nitidez el vuelo y su corazón ama su existencia. Acaricia el mundo surrealista
de su identidad perdida y predice soluciones optimistas y desmesuradas. La
mosca aterriza en este instante sobre su nariz. Por un segundo se detiene, lo
justo para que sus ojos converjan en ella. Entonces marcha hacia arriba; sube
por el carrillo. Rodea la cuenca ocular por la sien. Duda en la textura de las
cejas, y finalmente se planta sobre el globo ocular. El tetrapléjico nota el cosquilleo
de sus alas, sus patas estimulan el color y las formas que percibe, una
vibración para otros insoportable llena su cuerpo muerto de sensaciones apacibles,
de cercanía, casi de cariño.
El parpadeo involuntario consecuente logra
sin embargo asustarla. Y la mosca zozobra, zumba con fuerza como perseguida por
manos implacables, se golpea con el borde de un armario y va a chocarse de
nuevo con aquella ventana que la retiene.
Fernando Colorines
Toda una pesadilla. Muy bueno.
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