Como cada día el aterrador sonido del despertador
interrumpe nuestro sueño, nos preparamos, cogemos el metro y vamos a la oficina.
Tenemos que ser productivos el hormiguero nos necesita. Somos obreras, nuestra
misión es trabajar jornada tras jornada,
llevar sobre nuestros hombros un peso superior a nuestro tamaño e ir de
un lado para otro como autómatas.
En las ciudades hay batallones de hormigas con
traje, uniformadas que casi ni se les distingue, dispuestas a importantes sacrificios para perseguir una migaja de pan aunque en el
camino haya multitud de obstáculos: trampas en forma de tela de araña, avispas
dispuestas a clavarte el aguijón en cuanto te das media vuelta o babosas capaces de arrastrase por un ascenso.
Tampoco podemos olvidar
a las garrapatas que te chupan la sangre a cambio del salario medio interprofesional o que te recuerdan que como tú hay miles de
insectos que pueden ocupar tu puesto. Y
que cuando hay problemas, marrones presionan y presionan hasta hacerte agachar
la cabeza y convertirte en un bicho bola o tratar de pasar desapercibido cual
insecto palo y confundirte con el mobiliario.
Vemos a pobres moscas que
solo puede comer desechos y porquería porque no tiene otra cosa, o pensemos en
el zángano despedido o desahuciado sino cumple los objetivos.
No se admiten pulgones,
ácaros minan el sistema económico y ha
de enviarse a una mariquita para que restablezca el estatus quo.
También los hay capaces de
reinventarse, de transformarse de
oruga en mariposa de vivos colores y surcar los cielos e ir de flor en flor. De
tener vista de libélula y rapidez en el
vuelo.
Pero aunque en
numerosas ocasiones nos veamos reflejados en ellos, y nos quieran hacer
creer que somos así de diminutos, no es
cierto. Tenemos un alma capaz de sacar
lo mejor de nosotros mismos, de disfrutar con el sonido del mar, apreciar el aroma de una rosa, estremecernos
con una caricia, un beso, una sonrisa, una mirada…
¡No somos insectos!
Somos personas y así debemos de actuar.
Aire
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