El joven, un guiri de procedencia desconocida, no hablaba el idioma pero
comprendía perfectamente las expresiones de condolencia que le dedicaban los
viandantes.
Se palpó el bolsillo del pantalón buscando tabaco y se llevó a los labios
un cigarro arrugado. Estaba calado hasta los huesos y el mechero no prendía; abstraído,
se apoyó en la pared y se deslizó hasta quedar sentado en el suelo. Lo había
perdido todo. En apenas diez minutos había pasado de héroe local a indigente.
Era un rubio que había llegado del norte con el pelo apelmazado y una mano
adelante y la otra atrás pero había levantado un imperio de la nada. Planificó
con esmero la planta de la que sería su ciudad sobre un trazado ortogonal; para
el palacio eligió un diseño oriental, al estilo de las mil y una noches, con
cúpulas esféricas y arcos puntiagudos. Pero su mayor orgullo lo constituía el
zoológico en el que consiguió reunir las especies más codiciadas. Dentro del
recinto, cohabitaban rinocerontes con osos polares; cocodrilos del Nilo con pingüinos
de la Patagonia.
Tanto adoraba su urbe que pasaba las noches barriendo las calles y
remozando los desconchones de las fachadas para que al amanecer estuviera intacta
y arrancara de nuevo exclamaciones de admiración.
La tormenta había desvanecido sus sueños, los había deshecho como los
azucarillos se disuelven en la leche caliente. Sobre el espacio que ocupaba su
entelequia, sólo existía una masa amorfa de arena.
Su mirada quedó atrapada en una llama que se interpuso entre sus ojos y el
horizonte. Un joven le prestaba su
mechero para encender el cigarrillo que colgaba flácido de su boca. Sobre
ellos, el mar de nubes se quebró dejando a la vista un tajo celeste. Asintió
agradecido el gesto; también la moneda que el muchacho depositó en el bote de
los donativos a modo de despedida.
Era ruso o quizá sueco, decían de él, qué más daba.
Bhavnika
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