Rita atravesó la entrada y subió por las
gradas hasta la cabina. Se abandonó en la primera silla, tratando de adivinar
las voces y la lejana música; pero sólo unos minutos, y el malicioso rostro del
remordimiento estremeció su estómago. Se incorporó en el acto y extravió sus
pasos, hasta confundirse nuevamente con la mezcla de voces en la calle. Se
entretuvo un rato contemplando a las personas y vehículos que pasaban. Y
experimentó la absurda sensación de que el cielo estaba como a punto de
romperse. Pensó que no valía la pena hacer lo que iba a hacer, pero volvió a
subir, como una autómata y continuó de largo hasta la cabina, sintiéndose
observada... Un escándalo de risas y bocinas resonó allá en la calle, mientras
ella dibujaba su carita de niña inocente en el rompecabezas surcado de su
mente: quería creer que dejaba tras de sí el miedo y la vergüenza. Dominada ya
por esa contradictoria conciencia, giró en dirección a la voz susurrante que la
llamaba desde el otro lado, con la puerta entornada. Y entró. El hombre de la
voz susurrante se sorprendió al verla y, al cerrar la puerta, le regaló
nervioso una estúpida mueca, la tomó de una mano y la invitó a sentarse,
colocando el micrófono a la altura de ella. Recién entonces Rita se atrevió a
recordar el rostro inverosímil, que la había perseguido esas últimas noches en
sus sueños. Y aunque estaba temblando al levantar los ojos, el hombre le sonrió con dulzura y le hizo una
pregunta, una pregunta clara y sugerente, que ella esperaba ansiosa, pero que no quiso llegar a comprender. Por
toda respuesta, ella apretó los ojos, evitando llorar, procurando pensar sólo
en la lluvia que por fin se había desatado.
César Augusto Álvarez Téllez
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