jueves, 14 de noviembre de 2013

La ilusión quedó en el recuerdo

Hace unos días pasó un circo por mi ciudad. A mis cincuenta y seis otoños comienzan a aparecer  los recuerdos y gustos por cosas de la infancia.  Cosas de la edad que no sé si le pasará a todo el mundo. Y el circo es uno de esos recuerdos que mantengo indeleble en la memoria.
El color, el olor, el sabor, el oído… ¡hasta el tacto! , para que no falte ninguno de los sentidos, se me desbordaban cuando, de tarde en tarde, y la economía nos lo permitía, iba a una función de circo.
Durante el tiempo que permanecía  levantada su imponente carpa en los alrededores de mi casa, la inquietud me embargaba.  Mil y una veces pasaba por delante de aquel lugar que cada tarde se llenaba de magia; aquel espacio donde habitaban millones de sueños.  Desde fuera oía los aplausos, las risas,! hasta los gritos de emoción!, y esperaba con impaciencia el día que a mí me tocaría poder disfrutar  de él, como lo hacían cada día, en función de tarde y noche, aquellas anónimas gentes.
Y como si hubiese dado un salto atrás en el tiempo, cargado con la misma ilusión de los diez u once años, saqué entradas para la primera función del circo recién instalado en las afueras de mi ciudad. La misma ilusión, lo aseguro, la misma inquietud y  los mismos sueños. Recordando alguno de los mágicos momentos que, desde la niñez, aún guardaba en mi memoria.
Fila tercera, asiento cuarenta y dos. Muy cerca de la pista. De la única pista que tenía el más que pobre circo. No sé si los de mi infancia eran como este. Creo que no, o tal vez aquellos eran  aún más pobres pero  la infinita imaginación de aquella edad  me lo hacía ver como lo más grandioso que jamás contemplase mis ojos.  El caso es que pasaron esforzados equilibristas; domadores de caballos salvajes del Cáucaso; malabaristas… y unos payasos muy graciosos que no paraban de darse mamporros mientras miraban de soslayo al público. Pero la gente no se reía, no disfrutaba. O al menos como yo lo tenía en mi memoria. Un grupo de mozalbetes se dedicaba a tirarle las palomitas de maíz a los simpáticos chimpancés que sentados en el borde de la pista, hacían cabriolas. Unos padres no paraban de molestar dando gritos llamando al chico que vendía refrescos y chucherías. Mientras, en la pista, dos equilibristas daban varios giros mortales en el aire para deleite de… ellos mismos. La gente apenas participaba de aquel espectáculo.
Camino de regreso a casa me quedé parado delante de un enorme y colorista cartel que anunciaba el circo. Me pareció descubrir una lágrima en el payaso que lo anunciaba. Lo mismo que la que caía de mis ojos.


Vigía

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