Hace unos días pasó un circo por mi ciudad. A mis
cincuenta y seis otoños comienzan a aparecer los recuerdos y gustos por cosas de la
infancia. Cosas de la edad que no sé si
le pasará a todo el mundo. Y el circo es uno de esos recuerdos que mantengo
indeleble en la memoria.
El color, el olor, el sabor, el oído… ¡hasta el
tacto! , para que no falte ninguno de los sentidos, se me desbordaban cuando,
de tarde en tarde, y la economía nos lo permitía, iba a una función de circo.
Durante el tiempo que permanecía levantada su imponente carpa en los
alrededores de mi casa, la inquietud me embargaba. Mil y una veces pasaba por delante de aquel
lugar que cada tarde se llenaba de magia; aquel espacio donde habitaban
millones de sueños. Desde fuera oía los
aplausos, las risas,! hasta los gritos de emoción!, y esperaba con impaciencia
el día que a mí me tocaría poder disfrutar de él, como lo hacían cada día, en función de
tarde y noche, aquellas anónimas gentes.
Y como si hubiese dado un salto atrás en el tiempo,
cargado con la misma ilusión de los diez u once años, saqué entradas para la
primera función del circo recién instalado en las afueras de mi ciudad. La
misma ilusión, lo aseguro, la misma inquietud y
los mismos sueños. Recordando alguno de los mágicos momentos que, desde
la niñez, aún guardaba en mi memoria.
Fila tercera, asiento cuarenta y dos. Muy cerca de
la pista. De la única pista que tenía el más que pobre circo. No sé si los de
mi infancia eran como este. Creo que no, o tal vez aquellos eran aún más pobres pero la infinita imaginación de aquella edad me lo hacía ver como lo más grandioso que
jamás contemplase mis ojos. El caso es
que pasaron esforzados equilibristas; domadores de caballos salvajes del Cáucaso;
malabaristas… y unos payasos muy graciosos que no paraban de darse mamporros
mientras miraban de soslayo al público. Pero la gente no se reía, no
disfrutaba. O al menos como yo lo tenía en mi memoria. Un grupo de mozalbetes
se dedicaba a tirarle las palomitas de maíz a los simpáticos chimpancés que
sentados en el borde de la pista, hacían cabriolas. Unos padres no paraban de
molestar dando gritos llamando al chico que vendía refrescos y chucherías.
Mientras, en la pista, dos equilibristas daban varios giros mortales en el aire
para deleite de… ellos mismos. La gente apenas participaba de aquel
espectáculo.
Camino de regreso a casa me quedé parado delante de
un enorme y colorista cartel que anunciaba el circo. Me pareció descubrir una
lágrima en el payaso que lo anunciaba. Lo mismo que la que caía de mis ojos.
Vigía
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