martes, 25 de marzo de 2014

Cabreros del Río

La luna de verano se siente baja y grande como la casa de pueblo de Cabreros del Río. María, sentada en la banqueta del porche aspira el delicado perfume del círculo de luz que la descubre. Huele a cebada, a tomillo y a nata fresca.  Se levanta, anda veinte pasos, pellizca traviesa un árbol y se llena los bolsillos de dulces cerezas amarillas. El aroma es brillante, como si la fruta riera a carcajadas; limpio, al igual que los pulidos vestidos de plata de los Fórmula 1.
De noche, el sueño le ofrece el volante. Cada vuelta, igual en el circuito, es lírica del motor que se abre en fuga: atiempo impermeable al juego ajeno del debes. De día, la carrera termina y su vuelta obligada le abofetea la cara, todavía roja de luz alada. En la oficina su jefe secciona cada segundo con una precisa tijera-cronómetro. “Y da gracias por tener un trabajo” resuena sin parar en su miedo al hambre. La todopoderosa Dadeicos ha decidido que para ella los coches: utilitarios; y los sueños: instrumentos para rendir más y mejor durante la jornada. Su nombre femenino, dicen, dificulta el amor por la velocidad y la fuerza de los Fórmula 1.
María empieza a soñar cada noche durante ochenta segundos más que la anterior con los coches amantes del viento inventado. Tanto es así, que un día ya no despierta. Nadie de la casa, ni su madre, ni su padre, ni su hermano, ni el perro, ni la tele en plena discusión del corazón, pueden traerla a la consciencia. Viene el médico a visitarla, y nada; viene el párroco, y menos; viene el curandero, y parece que… pero no, María no despierta. A partir de entonces su caso es, primero, fuente de cavilación y duda para Cabreros del Río; después, los medios de desinformación lo convierten en manjar oscuro de Máxima Audiencia.
Y así corren tres meses y veintisiete días exactamente. El día veintiocho del tercer mes María recibe una visita por la ventana dormida: es el cerezo de la huerta. A la mañana siguiente, María despierta y siente dos cerezas amarillas por pendientes. Se las quita, las mira, sonríe y recuerda que mientras dormía era piloto de Fórmula 1.
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Pasan quince años y cambia varias veces de trabajo. Ahora, su vida transcurre feliz entre el sonido del tractor y las faenas del campo. Cuando el cielo se pinta de malva y de naranja orgulloso María visita al cerdo del corral que se ilumina de placer chocolate al saborear las ciruelas redondas que ella le da: fruta amarilla picoteada en la merienda instantánea de un pájaro travieso.
Durante todos estos años, María ha decidido dar voz a su pasión por los Fórmula 1; cuida de su deseo y, cuando percibe que es el momento, lo libera para que llegue sin sordina a oídos atentos. El tiempo crea en esos encuentros el espacio de las pasiones cómplices que un día serán una: la luna se sienta, y mira.

Sonia Rigola

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