La luna de verano se siente baja y grande
como la casa de pueblo de Cabreros del Río. María, sentada en la banqueta del
porche aspira el delicado perfume del círculo de luz que la descubre. Huele a
cebada, a tomillo y a nata fresca. Se levanta,
anda veinte pasos, pellizca traviesa un árbol y se llena los bolsillos de
dulces cerezas amarillas. El aroma es brillante, como si la fruta riera a
carcajadas; limpio, al igual que los pulidos vestidos de plata de los Fórmula
1.
De noche, el sueño le ofrece el volante. Cada
vuelta, igual en el circuito, es lírica del motor que se abre en fuga: atiempo impermeable al juego ajeno del
debes. De día, la carrera termina y su vuelta obligada le abofetea la cara,
todavía roja de luz alada. En la oficina su jefe secciona cada segundo con una
precisa tijera-cronómetro. “Y da gracias por tener un trabajo” resuena sin
parar en su miedo al hambre. La todopoderosa Dadeicos ha decidido que para ella
los coches: utilitarios; y los sueños: instrumentos para rendir más y mejor
durante la jornada. Su nombre femenino, dicen, dificulta el amor por la
velocidad y la fuerza de los Fórmula 1.
María empieza a soñar cada noche durante
ochenta segundos más que la anterior con los coches amantes del viento
inventado. Tanto es así, que un día ya no despierta. Nadie de la casa, ni su
madre, ni su padre, ni su hermano, ni el perro, ni la tele en plena discusión
del corazón, pueden traerla a la consciencia. Viene el médico a visitarla, y
nada; viene el párroco, y menos; viene el curandero, y parece que… pero no,
María no despierta. A partir de entonces su caso es, primero, fuente de
cavilación y duda para Cabreros del Río; después, los medios de desinformación
lo convierten en manjar oscuro de Máxima Audiencia.
Y así corren tres meses y veintisiete días
exactamente. El día veintiocho del tercer mes María recibe una visita por la
ventana dormida: es el cerezo de la huerta. A la mañana siguiente, María despierta
y siente dos cerezas amarillas por pendientes. Se las quita, las mira, sonríe y
recuerda que mientras dormía era piloto de Fórmula 1.
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Pasan quince años y cambia varias veces de
trabajo. Ahora, su vida transcurre feliz entre el sonido del tractor y las
faenas del campo. Cuando el cielo se pinta de malva y de naranja orgulloso María
visita al cerdo del corral que se ilumina de placer chocolate al saborear las
ciruelas redondas que ella le da: fruta amarilla picoteada en la merienda
instantánea de un pájaro travieso.
Durante todos estos años, María ha decidido
dar voz a su pasión por los Fórmula 1; cuida de su deseo y, cuando percibe que
es el momento, lo libera para que llegue sin sordina a oídos atentos. El tiempo
crea en esos encuentros el espacio de las pasiones cómplices que un día serán
una: la luna se sienta, y mira.
Sonia Rigola
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