La conoció en un bar de copas a las tres de la
mañana, hora punta de este tipo de menesteres. La invitó, por cortesía a otro
trago de lo mismo que se agotaba en el vaso de la que con solo verla creyó que
era la mujer de su vida. Ella lo miró con sus pequeños ojos oscuros sonriendo
al mismo tiempo que levantaba el vaso aceptando la invitación. El, con sus
treinta y cinco recién cumplidos, galán de
la noche, bien vestido, elegante enfundado en traje y elegante en su bien
cuidado aspecto, conocedor de su atractivo latin lover, conquistador de damas y
de camas, de jóvenes y maduras, se acercó, como se acerca el zorro a su presa,
hasta sentarse en el taburete vacío al lado de ella. Ella, con sus treinta y
cuatro casi terminados, camiseta de titas y falda larga, melena rizada libre,
sonriente y seductora lo miró de reojo mientras el camarero servía el ron con
coca-cola que ella había pedido, que él había pagado. El, el macho dominante
del garito, el apuesto, el galán convencido de que esa noche acabaría en la
misma lujuria de cualquier otro sábado, quiso dar el siguiente paso, pero entre
él y ella, apareció una nueva mujer, alta, delgada, con vaqueros rotos y
camiseta de media manga. Lo miró a él. La miró a ella sonriendo dijo:
-Es mi mujer, a la siguiente, la invito yo.
El, sin costumbre alguna al fracaso en cuestiones de
ligues nocturnos, se sintió como el zorro que amenaza a su presa y en el salto
feroz hacia ella recibe el disparo del cazador. Con su fracaso, abandonó el
bar, en busca de otro bar, de otra presa a la que conquistar y de la que
presumir el lunes en la oficina, omitiendo por descontado sus pocas artes
adivinatorias en los gustos de aquella mujer de bonito ojos, de bonita sonrisa.
Como cada noche, la mujer de su vida.
Monse
Balsa Sanjuán
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