Era un buen domingo
de primavera. El sol lucía, y empezaba a alumbrar esa habitación donde
estábamos los dos, escasamente vestidos y arropados. Amanecimos juntos aquel 1
de abril. Para mí, el contemplar el despertar de aquel pálido rostro con esos
grandes ojos es uno de esos placeres mundanos de la vida. Como siempre,
acompañado de dulces besos y palabras que de no ser porque salen con ese timbre
de voz tan inconfundible, nada significarían para mí.
Aún quedaban restos
en mi casa de una común velada de pareja, que nada de común tiene ya que son
“momentos perfectos” que no se pueden volver a repetir, y eso, los hace únicos
y por ello especiales.
Tuve que acudir a un
encuentro deportivo con el resto de mis compañeros, y la mayoría, amigos. Todo
parecía un feliz domingo de no ser por lo que mi cabeza estaba decidiendo y mis
acciones expresaban involuntariamente. Aquel día fue el quinto o sexto día que
reflexionaba, a conciencia, hacia donde iba mi relación. Inconscientemente ya
llevaba unos meses percibiendo sensaciones que alteraban mi bienestar pero que
no me inferían una conclusión ni me sustraía mis deseos de estar con ella.
Ninguna falta hizo
seguir dándole vueltas. Hacia las 3 del mediodía, al termino de mi cita con el
deporte, quedé para comer con, hasta entonces, esa persona tan especial para
mí. Solo me hizo falta mirarla a la cara para apreciar su dolor y, acto
seguido, salió esa pregunta que esclarecía mi involuntario y raro
comportamiento. Por una vez, intenté esquivar la pregunta pero, a una persona
tan inteligente y después de tantas vivencias, no pude engañarla. Enseguida
brotaron de mi boca, como una tormenta de verano, todas aquellas dudas que
tenía de la relación. Ella no opuso resistencia a lo que parecía evidente ni yo
pude/quise intentar frenar el temporal.
Y ese fue el punto y
final a lo que a día de hoy entiendo por amor.
Nada parecía tener
remedio, y sin más consuelo que mis lagrimas se despidió, sin querer un último
beso, con un escueto “adiós” que jamás podré olvidar.
Sergio Martín
Sánchez
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