Miré las puntas de mis zapatos; quedaban justo en el
puto borde. Bastaría un pequeño empujón de cualquiera de los imbéciles que se
apiñaban tras de mí para que el tren me convirtiera en carne para perro. Pero
cualquier cosa antes de tirar la toalla. Yo me meo en los perdedores.
Cuando se abrieron las puertas me lancé como un poseso,
a codazos y a patadas. No podía consentir que cualquier tontolaba se me adelantase. Aquel asiento tenía que ser mío por
cojones. Y lo conseguí, ya lo creo. Los desgraciados que entraron conmigo y se
quedaron de pie me miraron como asesinos, pero los ignoré con ayuda de mi
libro. Jamás entro al Metro sin él. Siempre llevo el mismo desde hace ni se
sabe, me da suerte.
Eso al menos creía yo porque, de pronto, un
cabronazo de ciego que no encontró donde aparcar su enorme barriga, se me puso
al lado dándome en las piernas con el bastón como sin querer. ¡No te jode!, ni
que yo hubiese nacido ayer.
El problema es que los demás mierdecillas que
estaban de pie a su lado, y que miraban mi asiento con envidia, parecían
culparme a mí de la desgracia de aquel topo grasiento.
Lo llevaban claro si creían que yo iba a ceder, así
que hice lo mismo que ellos: miré a los pasajeros que iban sentados a mi lado,
sobre todo a los más jóvenes, de forma que se sintiesen culpables, pero los
mamones pusieron cara de póker; uno de ellos, el más cachas, se transformó directamente
en zombi, una chinita utilizó el viejo truco de la pierna escayolada, ¡la madre
que la parió!, y el otro parecía rezar a la Virgen de Fátima.
No tuve más remedio que ir a por todas: dejé caer mi
libro al suelo y me quedé allí hasta la próxima parada haciendo como que lo
recogía, y esperando a ver si se bajaba el cegato de una puñetera vez. Pero
nada, el tren paró y allí seguía el tío.
¡Joder, que me tuve que levantar y cederle el
asiento!
Está claro que no siempre se gana.
Joaquín
Muñoz Calero
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