Otra vez estoy aquí, sentada en el mismo
banco de siempre, viendo cada día el mismo paisaje, las mismas caras. El
anciano de la bata de cuadros me saluda cada mañana como si me conociera. Es
curioso, porque ni siquiera yo sé quién soy. Hasta mis recuerdos me han
abandonado.
La enfermera me ha dicho que después de
desayunar vendrían mis hijos a visitarme, y soy incapaz de acordarme de ellos.
De hecho, tampoco recuerdo haberlos tenido.
De vez en cuando, como ahora, tengo
pequeños retazos de lucidez y sé que llevo mucho tiempo aquí, aunque no sé
dónde es aquí.
Se me acerca una mujer joven con un abrigo
rojo. En su cara luce una maravillosa sonrisa capaz de iluminar el día.
—¡Feliz cumpleaños, mamá!
—Gracias, cariño —respondo con aparente
naturalidad. Debe de ser mi hija, aunque no sé cómo se llama.
La miro fijamente intentando retener en mi
frágil memoria todos los detalles. Su pelo moreno con reflejos rojizos brilla
con los rayos del sol de la mañana. Los ojos, grandes y azules, enmarcados por
unas largas pestañas negras, destacan bajo un ligero maquillaje. Se ha pintado
los labios en color granate para delinear una boca perfecta. Cuando me toma de
las manos, bajo la vista para fijarme en las suyas. Son suaves, de dedos largos
y lleva una manicura impecable. En el dedo anular de la mano derecha luce una
alianza de oro. Eso significa que está casada, pero no recuerdo con quién. Subo
la mirada por el paño rojo del abrigo hasta encontrarme de nuevo con sus ojos.
Ahora están tristes y un par de lágrimas rebeldes dudan entre quedarse dentro o
salir. Al final, la tristeza gana la batalla y se deslizan dulcemente por sus
mejillas.
—Te quiero, mamá.
Cuando escucho esas palabras, la memoria
regresa a mí por un breve instante. Sonrío, y la felicidad se refleja en mi
mirada.
—Yo también te quiero, Marta.
Me mira, me abraza y rompe a llorar.
Cuando se separa la observo con extrañeza.
—¿Quién eres?
El silencio demoledor sólo se ve
interrumpido por el trino de los pájaros del jardín. Ambas permanecemos con las
manos unidas y, de nuevo, mis recuerdos se marchan con el viento, como las
flores de diente de león.
Violeta Lago
Precioso y conmovedor Violeta
ResponderEliminarSinceramente pienso que este relato tendría que haber estado contado en tercera persona. Tanta lucidez en las palabras y recuerdos no es creíble en un enfermo de alzheimer. Lo que no es discutible es la sensibilidad que trasmite, precioso, Diógenes.
ResponderEliminarAbrazo.