Menuda cogorza
se pilló ayer mi brazo izquierdo. Se pasó toda la noche acodado frente a la
barra del bar empinando el codo durante horas. Y luego entró en casa a la
deriva, tambaleándose de una habitación a otra como un barco abandonado a su
suerte en mitad del océano. Los techos se le caían encima, las paredes se
movían y en el suelo se abrieron grietas con la intención de engullirlo. Iba de
aquí para allá. De allí para aquí. De más allá a más aquí.
El pobre ha
pasado una mala noche. Se ha levantado un par de veces a devolver en la taza
del váter. Dice que ve estrellas de colores y a una rubia buenísima que le
guiña el ojo y le pide que le invite a otra ronda. Y es que mi brazo está harto
de estar subordinado a una mano, hastiado de recibir órdenes y de no poder
sublevarse. Se siente infravalorado, asqueado de presenciar cómo redacto
aburridos informes de ocho a tres en la oficina y me sumo en un mundo de
inexistencia. Está cansado de cargar las bolsas de la compra, de retorcerse de
dolor cada vez que fuerzo el brazo jugando al tenis o de hacer largos sin parar
en la piscina. Porque por más kilómetros nado, por más brazadas que doy, por
más metros que me alejo de la orilla, no
consigo alcanzar la meta, no logro llegar a ningún sitio.
Rubén Gozalo
Me parece un relato de diez, Rubén. Estoy leyendo un libro de Millás, "Algo que te concierne" y me chifla este submundo. En este caso lo has cerrado con muchísimo estilo. Y pese al bajón final, con gracia.
ResponderEliminarUn abrazo