Cuando la CNN difundió la noticia del
inminente apocalipsis –hasta entonces había sido sólo un rumor– el hombre
desconectó el móvil, cogió su cazadora y salió de casa sin cerrar la puerta con
llave. En dirección sur, fue esquivando a las parejas que copulaban encima de
cualquier coche, a las hordas de borrachos, pirómanos y violadores que se
extendían como un eclipse sobre el margen de la ciudad. Con las manos en los
bolsillos, a paso rápido, intentaba mantener la mirada al frente.
Evitando sobre todo los bares y las
iglesias atestadas de gente que trataba de ganar el cielo a empujones y golpes,
consiguió llegar al último reducto de bosque que de milagro sobrevivía en los
alrededores. Poco a poco, un aroma verde, limpio, que casi había olvidado, fue derrotando
al olor a sudor, fuego, sangre y humo que lo acompañaba desde la ciudad. Le
dolían los pies pero continuó avanzando. Además del olor quería dejar atrás el
sonido, inimaginable, atroz, de la humanidad desbocada. Cuando tropezó con un
minúsculo arroyo –apenas un metro de ancho– se quitó las botas, se remangó los
pantalones y se metió de un salto. Siguió el refrescante cauce hasta que llegó
a un pequeño claro que dejaba entrever el cielo.
Salió del arroyo, se sentó recostado en un
árbol, encendió un cigarrillo y le dio una profunda calada. Mientras, un
gorrión lo miraba con la cabeza inclinada desde un arbusto cercano. El hombre
apagó el cigarrillo. Cogió una piedra, un par de florecillas y un puñado de
tierra, los olió y, dirigiéndose al gorrión, murmuró: Espero que podáis perdonarnos.
Ian Links
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