El hombre camina por la habitación.
En una esquina, el tocadiscos entona el Réquiem
de Mozart por octava vez. Sobre el piso yacen una pelota de goma, un
portarretratos roto, partituras a medio llenar. El hombre escucha con atención
la fúnebre melodía: está convencido del error. Pero también sabe que el genio
no perdonará el agravio, su descrédito ante el mundo. El Réquiem persiste y sus oídos hacen un gran esfuerzo por acomodar su
percepción, obligarse a sí mismo a gustar la excelencia de aquella pieza, como
lo ha hecho toda la Humanidad. Pero es inútil. Las exiguas notas se le antojan
una carcajada en la propia cara del muerto. Otra vez vuelve a colocar la aguja
en el principio; y luego de secarse el sudor de las manos, se dispone a
enmendar el minúsculo desacierto, reescribiendo la partitura. De pronto, tocan
a la puerta. Un sobresalto estremece al hombre. Mira al tocadiscos, intentando
concentrarse, ignorar la puerta. No quiere abrir, teme a la Máscara, sabe que
esa fue la razón por la que el músico fallara. Los toques insisten. Es Mozart
quizá, seguro viene a impedir que se descubra su error. No abrirá. Se levanta y
sube el volumen del tocadiscos. Pero ahora los golpes resuenan en su cabeza,
huecos, estridentes. Estallan. Se cubre los oídos con las manos. La máscara
acude, le invade la mente y se detiene frente a él. Lo mira fijo y se le acerca
más. Él retrocede hasta arrinconarse de espaldas al aparato. Con un súbito
desespero, se voltea, coge el tocadiscos y lo arroja contra la figura. El Réquiem se estrella en la pared. Sin
embargo, la imagen persiste. El hombre grita, una, otra vez. Por el largo
pasillo, resuenan los pasos de las enfermeras que corren a su celda.
Ketty Margarita Blanco
Zaldívar
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