Los había ido perdiendo uno por uno.
Ella, la más débil en apariencia, la de los consejos de manual, tan criticados,
había sobrevivido a sus compañeros. Hidratarse
en abundancia, usar ropas que cubran completamente la piel y mucho abrigo para
las noches, nunca caminar de día... Mario, sin una vestimenta adecuada,
había amanecido congelado después de una tormenta de arena que les voló las
carpas. Ernesto desvarió un día entero, consumido por el sol atroz, antes de
entregarse, mientras ella le humedecía los labios, desesperada.
Debía estar cerca de la ciudad, más bien
le era vital, ya que casi no tenía agua y la mayor parte de la comida se había
perdido en la tormenta. En los últimos días se había arreglado racionando unas
barras energéticas, a las que dividía en porciones mínimas. Su mayor miedo era
morir sola y ser tapada por la arena, sin más testigo que el cielo. Ansiaba
llegar al final de ese viaje absurdo que había comenzado como una competencia
cargada de erotismo. Estaba segura de que lo lograría, pero el tiempo se
escurría entre sus dedos resecos. Una última noche para avanzar era el plazo
que había calculado. Más allá de esas horas, no le quedarían fuerzas.
Acurrucada bajo las mantas, se durmió, con una mezcla de confianza y desazón
definitivas. La despertaron la luz y el silencio.
Andrea
Pappini
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