lunes, 3 de febrero de 2014

Mejor callados

Éramos tres pares de ojos con tres bocas desiertas de palabras. Pero cada mirada era un escándalo de voces que se dirigían como lanzas hambrientas.
“Maldito charlatán”, se animó finalmente a declarar Justo. Y calló inmediatamente,  como esperando que el silencio añadiera su parte.
Nuestro padre acababa de morir.
“Y yo que creí... tal vez si...acaso…”, masticando adverbios de duda, Elena intentó enderezar la situación ya encorvada por la desdicha. Pero sus frases no eran más que una fiesta de puntos suspensivos.
Nuestro padre acababa de morir y con él una fortuna incalculable.
Y yo callé.
Nuestro padre acababa de morir y toda su fortuna se quitaba la máscara: una noche de casino, un exceso de copas y una apuesta definida. Definitiva para este padre de tres hijos que comenzaba a abrazar el pretérito del verbo tener para dejarlo todo en una jugada. Pero la verdad tiene facciones feroces. Y su disfraz no es barato: este hombre excedido en préstamos y créditos había alquilado trajes, autos, casas de fin de semana… y todo el decoro previo a esa noche, para seguir manteniendo la fachada de su farsa mejor guardada.
Los proyectos de Justo continuarían siendo meras especulaciones. Las deudas de Elena seguirían engordando sus cajones. Y mis sueños de casa quinta seguirían siendo soñados desde un departamento y balcón de dos por dos.
Menos mal que al menos nos quedaba el silencio. Excelente cosmético para la desvergüenza.


Lucía Fernández Capurro

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