Éramos tres pares de ojos con tres bocas
desiertas de palabras. Pero cada mirada era un escándalo de voces que se
dirigían como lanzas hambrientas.
“Maldito charlatán”, se animó finalmente a
declarar Justo. Y calló inmediatamente,
como esperando que el silencio añadiera su parte.
Nuestro padre acababa de morir.
“Y yo que creí... tal vez si...acaso…”,
masticando adverbios de duda, Elena intentó enderezar la situación ya encorvada
por la desdicha. Pero sus frases no eran más que una fiesta de puntos
suspensivos.
Nuestro padre acababa de morir y con él una
fortuna incalculable.
Y yo callé.
Nuestro padre acababa de morir y toda su fortuna
se quitaba la máscara: una noche de casino, un exceso de copas y una apuesta
definida. Definitiva para este padre de tres hijos que comenzaba a abrazar el
pretérito del verbo tener para dejarlo todo en una jugada. Pero la verdad tiene
facciones feroces. Y su disfraz no es barato: este hombre excedido en préstamos
y créditos había alquilado trajes, autos, casas de fin de semana… y todo el
decoro previo a esa noche, para seguir manteniendo la fachada de su farsa mejor
guardada.
Los proyectos de Justo continuarían siendo meras
especulaciones. Las deudas de Elena seguirían engordando sus cajones. Y mis
sueños de casa quinta seguirían siendo soñados desde un departamento y balcón
de dos por dos.
Menos mal que al menos nos quedaba el silencio. Excelente cosmético para la desvergüenza.
Menos mal que al menos nos quedaba el silencio. Excelente cosmético para la desvergüenza.
Lucía Fernández Capurro
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