En el preciso instante en el que el hombre iba a
abordar el autobús, la mujer, que estaba sentada en la segunda fila, estornudó,
expulsando una flemática masa de verdes tonalidades desde su nariz, la cual fue
a dar directamente a la calva nuca del incipiente pasajero, quien a estas
alturas ya se encontraba delante del conductor.
El hombre no alcanzó a darse por aludido y, tras
pagar su billete, se sentó al lado de la mujer. Ella, afligida, no encontró
mejor manera de sofocar su culpa y compensar el daño producido (sin tener que
pasar por el bochorno de delatarse) que tomar la mano derecha del hombre y
meterla entre sus piernas. El hombre, sorprendido, intentó retirar su
extremidad, pero la mujer, habiendo previsto tal situación, lo impidió con
decisión. Él la miró con cara inquisitiva y ella asintió sonriendo, cerrando
sus ojos e inclinando la cabeza.
La mujer era joven y exuberante. El hombre, viejo y
demacrado. Pero éste comenzó a manipular tan hábilmente el cuerpo de la mujer,
que ésta cayó en impensado éxtasis. Durante ocho paradas más se amaron
apasionadamente -a su peculiar manera-, hasta que el hombre reconoció su
destino final y procedió a bajarse, sin ni siquiera despedirse. Seguramente no
sospechó los estragos que su inédita técnica amatoria había causado en la
mujer, y de lo que estaría dispuesta a hacer si él se lo hubiera sugerido.
Ella siguió a bordo del bus hasta el final del
recorrido, con una triste sonrisa en el rostro. El hombre que le había dado el
mayor placer de su vida se había ido para siempre, pero con un recuerdo suyo en
la cabeza.
Matías
Pardo Mateos “Matihuelo”
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