El caballero vestía su mejor armadura,
el metal centelleaba mecido por el galope del corcel. La espada de acero
templado descansaba en la funda, siempre a la siniestra para deshacer ofensas y
perjurios. En el brazo derecho portaba un gran escudo circular con el blasón de
la casa: un basilisco multicolor sostenido por un lecho de cráneos. El solo
caía a plomo y la armadura se estaba convirtiendo en un horno. A la sombra de
un sauce desmontó. Se deshizo de la armadura, dio forraje al caballo y comió
queso y bollos. Gracias al pellejo de vino, dulce maridaje de los alimentos, un
suave sopor invadió al caballero. Respiración acompasada, sueños de gloria y
fortuna. Una sacudida lo arrojó por los aires. Aterrizó a diez varas de la montura
y las armas. El dragón ya daba cuenta del caballo, se lo tragó de tres bocados.
Sin espada y parcialmente desnudo el caballero salió corriendo. El dragón
olfateo el miedo, chilló y remontó el vuelo. Seis amplios movimientos de las
alas del dragón fueron suficientes para darle alcance. La columna de fuego y
humo envolvió al caballero. Con la carne y huesos chamuscados el dragón estaba
satisfecho. La silueta alada se perdió entre las nubes. Un bardo contempló la
escena del banquete apenas oculto por una roca. Afinó su lira y comenzó a
cantar:
Bello
caballero de bruñida armadura,
Matadragones,
reparador de sueños.
Cumple mi sueño y por piedad,
no
seas pasto de dragones…
Sergio
Fabián Salinas Sixtos
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