El profesor sujetó con delicadeza el espécimen que
iba a preparar y lo observó con ojo experto.
—Hola, amiguito. No te preocupes, no te dolerá.
“Y pensar que en tiempos remotos vosotros colmabais
la Tierra” —pensó filosófico—. “En fin, supongo que tuvisteis vuestra
oportunidad como especie... La evolución es caprichosa.”
La luz que entraba por la ventana del laboratorio se
iba tiñendo de ocre. El profesor se levantó y, desperezándose, se dirigió a la
salida. De camino se detuvo ante la urna de las larvas. Estaban inquietas. Tomó
de un estante una caja y sacó de ella unos cuantos viejos juguetes que
depositó junto a las criaturas.
Enderezó la etiqueta adherida al vidrio: “Homo
Sapiens, caucásico, 3 años”. Eran unos
ejemplares espléndidos.
Satisfecho, desplegó las enormes alas y voló
zumbando hacia la cúpula, que ya se deslizaba en su cavidad dejando ver el
cielo de la tarde.
Canfango
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