“La siguiente,
la pago yo”, me dijiste aquella noche. Recuerdo con dolorosa claridad cómo
centelleaban tus ojos grises, y todo era de plomo y luz en aquella despedida
silenciosa. Y yo me quedé allí, mirando fijamente los restos de ensalada
Niçoise. La copa de vino que habías abandonado, tan sola en medio del mantel,
aún conservaba los restos de tus labios. Busqué la marca exacta de su contorno,
y lo apuré; era fuerte y espeso, decía la etiqueta, pero yo sólo sentía el
regusto amargo, ese calor húmedo que fingía conocer, pero sólo podía intuir.
“Pronto, Dido, pronto sabrás todo sobre él”, pensé tratando de esquivar el
abismo de tu nueva ausencia, pasando de puntillas cerca de todo ese frío.
“Pronto te llamará, espérale”. Y pedí la cuenta.
Pero nunca volviste
a llamar. Esperé y esperé; olvidaste muy rápido el momento en que se cruzaron
nuestras existencias. Durante un tiempo, mi teléfono móvil se convirtió en una
extensión de mí, siempre aguardando una voz tras los tonos de espera. Fue una
etapa confusa, lo sé. Lloraba y bebía, y me corté a tijeretazos el pelo. Pero
un día todo eso pasó; el sol salió de nuevo, y bajé a comprar el periódico.
Invité a un chico muy alto a un cigarro
él me tendió un café justo en esa mesa de bar, al otro lado de la
puerta. No debería contarte esto quizás, pero sé que me vas a perdonar; soy
tuya, pero no puedo estarme quieta. Esa noche, mientras embestía entre mis
muslos, me fijé en sus ojos. Eran claros y con forma de almendra, no grises
como los tuyos, y me enfadé. Llegué a enfadarme mucho.
Desde aquella
noche, me he enfadado a menudo. Cada vez que me acarician, cada vez que una
lengua se enreda por error con la mía. Porque es un error, y ellos son
desagradables, tratan de apartarme de ti, porque tú algún día me llamarán, y
todo será perfecto. No saben lo que hacen, así que no les guardo rencor. Te lo
digo muy en serio, esto no es una cuestión de placer; algunos de ellos me miran
como cachorritos mientras les degüello con mi pequeño cuchillo japonés, pero la
mayoría ni se dan cuenta. Pagan por apartarme de ti pero no comprenden el
dolor, el dolor verdadero. Y luego viene el sueño.
Ya sé lo que
vas a decirme. Perdiste mi teléfono, yo era demasiado
para ti y te sentías inseguro. Tenías miedo porque enloqueciste de amor, porque
me veías en todas partes. Puedo comprenderlo, así que espero, porque algún día
volverás y no sabrás apartarte de mí, nunca más. Y entonces todo será perfecto.
Dido, reina de Nada
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