Él sabía que ella lo quería, o por lo menos así lo sentía. A pesar y
por debajo del dolor de cada despertar; el sabía.
Lo entendió cuando terminaron los gritos y los reproches, lo sintió la
noche que ella le pidió que se fuera.
Le costo unos días acostumbrarse a la soledad desde adentro, probo con
el alcohol pero ni en el fervor de la borrachera se sentía mejor.
Poco más de una semana había pasado cuando empezó a levantar el primer
muro con una carga de piedras que yacía olvidada en el fondo de la quinta, no
tenia idea para qué pero el peso de las piedras, la idea de construir y el
dolor al final del día lo alejaban de su propia mente.
Con los escombros de la vieja carretera
se proveyó de las siguientes cargas de piedras, a los camioneros les
agradaba la idea de tirar cerca casi tanto como las botellas de vino casero.
Cuando llego al fondo del campito doblo al sur y luego volvió hacia la
casa, aún no sabía donde iba pero la idea de construir algo lo absorbía, la sensación de bienestar le llegaba cuando
sentía los músculos de los brazos inflamados, cuando encontraba la piedra
perfecta para seguir la traba, en el dormir sin sueños que proporciona el
cansancio físico.
Antes de cerrar un rectángulo con el muro dejo un metro de separación y
volvió a construir hacia el fondo de nuevo, dejando un pasillo a ninguna parte.
Tiempo después, cuando ya había dado la vuelta tres veces tuvo la
sensación de que construía un laberinto.
Inevitablemente ella
llego un día, alertada por amigos y parientes de aquel fragor incomprensible para
todos.
Callada recorrió la obra, al atardecer la brisa paseaba entre los pasillos arremolinándose en
los vértices tan confundida como ella.
Hasta donde, le pregunto, sin entender realmente qué preguntaba.
-Hasta que me perdones, contesto él, entendiendo por fin.
Mazarino
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